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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Las almas, según dichos místicos, cuando ardían en el fuego del amor divino y derretidas por la fuerza de este fuego se diría que se identificaban con Dios, eran como la espada que parece fuego en la fragua, de donde sale después con más fino temple y con superior aptitud para ejercer sus funciones.

Abajo, entre las enormes pilastras que formaban un bosque de piedra, reinaba la obscuridad, rasgada a trechos por las manchas rojas y vacilantes de las lámparas que ardían en las capillas haciendo temblar las sombras.

Al fin entró por su hermano. La nave del templo era toda sombras, en cuyo fondo ardían unas cuantas velas, sin que las llamas lograran disipar la oscuridad. A la izquierda, al pie de un altar, estaba Tirso hincado de rodillas, juntas las manos sobre el pecho y muy humillada la cabeza. Como Pepe no tenía costumbre de verle, le fue preciso adelantar bastante para cerciorarse de que era él.

Ni por esas; y como no era cosa de quedarse plantado allí, el joven escudero se coló bonitamente en una gran pieza que á la izquierda quedaba y en cuyo hogar chisporroteaban y ardían con alegre llama unos gruesos troncos.

Emprendiéronla entonces con los depósitos de trépang, devorando las olutarias con bestial avidez. Al pie de las peñas ardían grandes hogueras, señal evidente de que estaban preparando el festín de carne humana. A las dos de la tarde todos los barriles de agua y el lastre de arena habían sido arrojados al mar, aligerando al buque de un peso de cerca de cuarenta toneladas.

Llegó á haber en la mezquita en tiempo de Almanzor doscientos ochenta candelabros de bronce, sin contar los que pendian en las puertas, ascendiendo segun unos á siete mil cuatrocientos veinticinco, y segun otros á diez mil ochocientos cinco el número total de mecheros que ardian en el templo. Todos los candelabros eran de bronce, de distintas hechuras, á escepcion de tres que eran de plata.

No es fácil referir cuánto sudó y trabajó para reducir á estos infieles, pero todo en vano, porque rehusaron obstinadamente recibir el santo bautismo y reducirse á vida política, con que se vió precisado á abandonarlos totalmente por no perder á un tiempo la vida y los deseos que ardían en su pecho de campo más dilatado y espacioso donde fuese más cierta la cosecha, como menos resistencia del terreno para recibir la semilla del Evangelio.

Aquel trabajo le gustaba; se entregó a él por completo; teniendo la dicha de encontrar en el señor Bontemps, el amigo de su tío, un director inteligente y bueno. Los inventos de su tutor, cuyas retortas ardían siempre, en busca de alguna quimera, habían familiarizado a Pablo con las preparaciones químicas; de manera que en poco tiempo pudo hacerse útil, y se hizo apreciar.

Mientras los otros le explicaban, gesticulando, lo que a él le sonaba a griego, el sueño, la ira, el remordimiento le llenaban de avisperos el cerebro.... Hubiera mordido, pateado y llorado de buena gana. Se le cerraban los ojos, le ardían las orejas, se le doblaban las piernas... «Había caído en un lazo por débil, por imbécil.

Aunque vagamente, se daba también cuenta de lo singular y censurable de su conducta. ¿Por qué había hecho aquello? ¿Quién era ella para espiar los pasos de su confesor, ni menos reprenderle? Su despecho era tan vivo, sin embargo, que no le permitía arrepentirse. Tenía la boca seca; le ardían las mejillas. Siguió caminando apresuradamente, y se dirigió al muelle. Estaba ya solitario.

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ciencuenta

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