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«Mi madre muy enferma... voy allá por unos días nada más... mi deber de hijo... pronto nos veremos»; y las cobardes excusas de costumbre para suavizar la rudeza de la despedida; la promesa de reunirse con ella tan pronto como le fuese posible; los juramentos apasionados, afirmando que era la única mujer que amaba en el mundo.

Por lo tanto, aunque estas suposiciones no estuvieran reforzadas por pruebas y faltara aún aclarar muchas cosas, el juez se iba afirmando en la opinión de que, negado el suicidio, la sospecha más verosímil debiera pesar contra la mujer.

Fomentando en el esposo el amor á su esposa, recordando á esta los santos deberes de su estado; encareciendo la felicidad del hogar, enseñando á todos á tratarse con respeto reciproco, robusteciendo por todos estos medios los vinculos de la familia y de la sociabilidad- Afirmando en los ciudadanos el amor á la libertad, sin apartarse del respeto que es debido á los superiores y magistrados-

Y el mismo autor añade «que llegando á la presencia de la Virgen, y puestos los ojos en ella, le dijo la mujer: Señora mía: Vos sois testigo de que este hombre, invocando á vos, me dió palabra de ser mi marido, y mediante ello me obligó. Dicho esto, la imagen bajó la cabeza como afirmando la verdad de lo que la mujer decia, y el caballero quedó convencido

Dejemos pues á la naturaleza sus secretos: no limitemos la omnipotencia, afirmando que el órden del mundo es intrínsecamente necesario de tal manera, que las relaciones actuales no se pueden alterar sin contradiccion; y cuando se nos pregunte sobre la posibilidad de un nuevo órden de relaciones entre los seres que apellidamos cuerpos, no resolvamos ligeramente la cuestion, tomando por único tipo de todo lo posible, el flaco alcance de nuestras facultades. ¿Qué pensaríamos del ciego que se riese de los que ven, al oirlos hablar sobre las relaciones de los objetos en cuanto vistos.

Tenía además un estilo de preguntar, afirmando ya lo mismo de que anhelaba cerciorarse, que hacía ineficaz la doctrina del P. Jacinto de callar la verdad sin decir la mentira. Ó había que mentir ó había que declarar: no quedaba término medio. Tío dijo Lucía apenas le vió á solas, V. ha estado en Villabermeja. ... he estado.

Esta moral, inventada por los grandes capitalistas, abusa de la ciencia, afirmando que los cuerpos sólo viven sanos dedicándose al trabajo y que la inacción es mortal; pero se callan lo que la ciencia añade, o sea que el trabajo excesivo destruye a los hombres con una rapidez infinitamente mayor que si viviesen en holganza.

Allí estaba la roca Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona que simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los pedestales los santos patronos de las otras rocas: San Vicente, con el índice imperioso, afirmando la unidad de Dios; San Miguel, con la espada en alto, enfurecido, amenazando al diablo sin decidirse a pegarle; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ceño a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo estrambótico, la bufonada, fiel remedo de la simpatía con que en pasadas épocas se trataban las cosas del infierno, la roca Diablera; Pintón coronado de verdes culebrones, con la roja horquilla en la diestra, y a sus pies, asomando entre guirnaldas de llamas y serpientes, los Pecados capitales, horribles carátulas con lacias y apolilladas greñas, que asustaban a los chicuelos y hacían reír a los grandes.

En la City y en sociedad creían algunos que poseía grandes sumas invertidas en minas, y que era un feliz especulador en acciones, mientras otros declaraban que era dueño, por lo menos, del terreno, o, mejor dicho, de toda la planta urbana de dos grandes ciudades de los Estados Unidos, afirmando algunos, con más aplomo, que el origen de su fortuna provenía de concesiones que había conseguido del Gobierno otomano.

No era nada: un puntazo en una nalga; una herida de varios centímetros de profundidad. Y con el impudor del triunfo, quería mostrarla a los vecinos, afirmando que metía en ella un dedo sin llegar al fin. Sentíase orgulloso del hedor de yodoformo que iba esparciendo a su paso, y hablaba de las atenciones con que le habían tratado en aquel pueblo, que era para él lo mejor de España.