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Al mismo tiempo acusaban al Gobierno, ó le atribuian instintivamente la responsabilidad por la falta do esos ferrocarriles que admiraban sin conocerlos. Yo reflexionaba al oírlos en la falsedad del sofisma de la raza, que ha hecho tan vulgar la opinion de que los Españoles no progresan sino muy lentamente ó permanecen en mucho estacionarios, por una incapacidad proveniente de su pereza genial.

Los dos amantes, en sus ardientes transportes, se encaraman por momentos cual las dos torres de Nuestra Señora de París, y con sus cortos brazos y en medio de suspiros tratan de abrazarse. Empero su enorme mole les priva de mantenerse así largo rato, y caen otra vez al agua con grande estrépito... El oso y el hombre huían despavoridos al oírlos suspirar.

Y dió unos cuantos quejidos tan lastimeros, que Clara tuvo angustia de oírlos. Después siguió: Mira, ven; entramos: yo le digo que eres mi hija y que no has comido un bocao, y que el méico te ha recetado una cosa que cuesta un duro. dices que no la quies tomar, y que si saco el duro, compre pan pa estos niños que se están muriendo.

Ya fuera de la iglesia, salió D. Fadrique al campo; D. Carlos fué en pos de él; y cuando se hallaron en sitio solitario, donde nadie podía oirlos ni interrumpir la conversación, D. Fadrique se explicó en estos términos: Vuelvo á pedir á V. perdón de mi atrevimiento en obligarle á abandonar la iglesia, y más aún en mezclarme en asuntos de V. sin título bastante para ello.

El cielo de los griegos era tan parecido a Grecia, que Júpiter mismo es como un rey de reyes, y una especie de Agamenón, que puede más que los otros, pero no hace todo lo que quiere, sino ha de oírlos y contentarlos, como tuvo que hacer Agamenón con Aquiles.

Estos feroces animales, sentados sobre témpanos de hielo, con el puntiagudo hocico entre las patas y el hambre mordiendo las entrañas, se llamaban unos a otros del Grosmann al Donon, con gemidos semejantes a los del viento. Más de un montañés sentía, al oírlos, que se le helaba la sangre: «Son cantos fúnebres pensaban ; es la Muerte que olfatea la batalla y nos llama

Cuando yo era párroco de las Veguellinas, jilgueros y alondras y hasta pardales cantaban y silbaban en el coro y era una delicia oírlos». Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreverencia donde se podía admirar y amar una obra de Dios. Glocester, el maquiavélico Arcediano, «opinaba que el Obispo pero este era su secreto no estaba a la altura de su cargo».

Uno de los boticarios puso a mi disposición todos sus libros, doscientos o trescientos volúmenes de versos y novelas. Entonces leí mucho, en voz alta, mientras trabajaban Angelina y mi tía; entonces hice muchos versos, muchos, diariamente. Angelina era en ellos celebrada con un calor y un entusiasmo tales que la buena niña se sonrojaba al oírlos.

Hablaba el autor de la belleza, y decía que era el resplandor de la bondad y de la verdad, con otros muchos conceptos ingeniosos y tan bien traídos y pensados, que daba gusto oírlos. Ese libro dijo la Nela queriendo demostrar suficiencia no será como uno que tiene padre Centeno, que llaman... Las mil y no cuántas noches.

El doctor Ustariz, que se hallaba como invitado entre los presentes, le prodigó sus cuidados. Sin embargo, pocos minutos después le repitió el vómito. El doctor se apresuró a hacer salir del cuarto a todo el mundo, haciendo seña a monseñor Isbert para que se acercase. El sacerdote le dio la absolución de sus pecados sin oírlos, porque el pobre Gonzalito no volvió a pronunciar otra palabra.