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Actualizado: 1 de mayo de 2025
Mathys la miraba con expresión de alegría y de triunfo. El, que era ya viejo, conseguiría por mujer una criatura hermosa, buena y que se sonrojaba como un niño a la primera palabra que pudiera rozar su rubor. Respetó un momento su silencio y preguntó: ¿No me decís nada, Marta? ¿Me negáis la palabra que ha de hacerme feliz?
Aquella aventura que le recordaba las de antaño, le sonrojaba ahora, porque contradecía en cierto modo aquel andamiaje de sofismas con que se explicaba su pasión por la Regenta. «El amor purísimo que yo tengo, todo lo disculpa». «¿Pero ese amor se aviene con aventuras como la del bosque? Claro que no», le decía la conciencia. Por eso le repugnaba Petra ahora.
Las devoraba en seguida, se pasaba la mano por los ojos haciendo un gesto de resignación y de fastidio y se las enjugaba como hubiera hecho con una mancha repugnante. Por nada se sonrojaba como si hubiera sido sorprendida en la contemplación de una mala idea.
La oficialidad de a bordo, distinguida, el joven médico que no creía en la eficacia de la quinina contra la fiebre y que me indicaba preservativos para la malaria del Magdalena, que me hacían preferir el mal al remedio; un distinguido caballero de la Martinica que me daba los datos sobre la situación social de la isla que he consignado anteriormente, su linda y amable mujer, y por fin, un joven suizo de 22 años, que se dirigía a Bogotá, contratado por el gobierno de Colombia para dictar una cátedra de historia general y que, no hablando el español, se sonrojaba de alegría cuando supo que debíamos ser compañeros de viaje.
Uno de los boticarios puso a mi disposición todos sus libros, doscientos o trescientos volúmenes de versos y novelas. Entonces leí mucho, en voz alta, mientras trabajaban Angelina y mi tía; entonces hice muchos versos, muchos, diariamente. Angelina era en ellos celebrada con un calor y un entusiasmo tales que la buena niña se sonrojaba al oírlos.
Al morir a manos del desengaño este amor efímero, al convertirse en hiel esta liviandad legalizada y consagrada que me echó en brazos de D. Jaime, ha revivido en mí otro amor espiritual y con objeto digno; otro amor, de que yo neciamente me sonrojaba; otro amor que he querido ahogar, que he querido ocultarme a mí propia, y que ahora reaparece inmaculado y puro, aunque sin esperanza en esta vida.
Daba gusto observar el abrir y cerrar de aquella boquita finamente perfilada, mostrando rápidamente una sarta de perlas en sus blancos dientecitos, y ver cómo sonrojaba la sangre su mejilla de raso: porque la señora de Galba era por demás sensible a la admiración que causaba y a semejanza de la mayor parte de las mujeres hermosas, se recogía bajo las miradas lo mismo que un caballo de carrera bajo la espuela del jinete.
Con tal de vengarse no le arredraba ya ni el delito; no le sonrojaba meditar en los medios más viles y llegar a valerse de ellos. Dos días después del cruel desengaño de Elisa, don Braulio González, al ir a sentarse en la mesa de su despacho en el Ministerio, vió sobre el pupitre una carta que le iba dirigida.
Así, por ejemplo, tras de parecerle una herejía haber creído posible trocar por el limbo insulso de su pasado, el dulce presente con todas las contrariedades y amargores que necesariamente había de traerle aparejado, le sonrojaba de pronto la idea mezquina de verse allí, tan cerca de Nieves, vestido como un ganapán... quizá en el mismo instante en que Nieves, mirándole a hurtadillas, le veía mucho más hombre y más apuesto que nunca, con aquellos limpios, holgados y simples atavíos.
Hízose un silencio embarazoso... Observando que también se sonrojaba Coca, don Mariano pensó: «Parece que la chica es la de los pasteles... Es muy extraño que me los mandara con el nombre de su hermana...» Y, aunque quisiera desecharla, desarrollábase en su espíritu una idea bien halagadora para su vanidad de cuarentón.
Palabra del Dia
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