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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Al llegar aquí Juan se asustó, creyendo que se le había ido un poco la lengua, y cayó en la cuenta de que si Fortunata era como él decía, si no tenía complexión viciosa, mayor, mucho mayor era la responsabilidad de él por haberla perdido. Jacinta hubo de pensar esto mismo, y no tardó en manifestárselo. Pero el prestidigitador acudió a defender la suerte con la presteza de su flexible ingenio.
Felicita lanzó grandes alaridos. Acudió Telva, a medio vestir. De prisa, de prisa, acompáñame. La sirvienta dudó si sujetar por la fuerza a su ama; pero era tal el brillo que fosforecía en los ojos de Felicita, que Telva obedeció. Salieron a la calle. Llovía reciamente. Iban resguardadas bajo un enorme paraguas aldeano, de color violeta. Pero, ¿adonde vamos a estas horas?
Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama de discreto, de hombre de mucho sigilo.... Voy a volver arriba a matarle, exprofeso...». Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su auxilio.
En un acceso de febril júbilo, salió al pasillo gritando: «¡Nina, Nina, ven y entérate!... ¡Ya somos ricas!... ¡digo, ya no somos pobres!...». Pronto acudió a su mente el recuerdo de la desaparición de su criada, y volviendo al lado de Cedrón, le dijo entre sollozos: «Perdóneme; ya no me acordaba de que he perdido a la compañera de mi vida...
Acudió solícito, y al asomar la cara por el corredor, vio a su primo Enrique en traje de chulo; chaquetilla corta, faja de seda, camisola bordada sujeta al cuello por botones de oro, sombrero ancho de fieltro, pantalón ceñido y bota de charol: el complemento del traje era una vara en la mano, muy larga, como destinada a conducir pavos.
Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía.
Formaba pequeña hondonada verde entre dos escuetos picachos blancos: la capilla de la Virgen en el centro completamente aislada. No había por allí ningún otro edificio. Desde las primeras horas de la mañana acudió la gente de los contornos y mucha también de sitios lejanos. Al mediodía estaba la romería en todo su esplendor.
Pero toda idea de reconciliación había desaparecido de la mente del doncel, que acudió rápido en auxilio de la joven y enarbolando su grueso bastón gritó: ¡Á mí podréis decirme lo que queráis, pero hermano ó no, juro por la salvación de mi alma que os mato como un perro si no respetáis á esta dama! ¡Soltad, ú os parto el brazo!
Acudió el perro negro y puso su hermosa cabeza sobre las rodillas de la dama, mirándola de hito en hito con sus ojos negros y cariñosos, a cuya dulzura nada podía compararse. Dejó de oírse la voz inefable del piano, y Beethoven, con su mundo de sentimientos y de formas, desapareció en el silencio como una viva luz tragada por las tinieblas.
El marqués, por su parte, había ya desahogado su corazón en el perro amarillento de Kamschatka, y Currita se apresuró a desahogarlo también en la fina amistad de Juanito Velarde, que acudió muy alarmado a pedir categóricas explicaciones del hecho.
Palabra del Dia
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