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Actualizado: 9 de mayo de 2025


A medida que se acercaban a Cebre, que entraba en sus dominios, se redoblaba la alegre locuacidad de don Pedro. Señalaba a los grupos de castaños, a los escuetos montes de aliaga y exclamaba regocijadísimo: ¡Foro de casa...! ¡Foro de casa...! No corre por ahí una liebre que no paste en tierra mía. La entrada en Cebre acrecentó su alborozo.

Después de su existencia en aquel mundo de cráneos escuetos y huesos pelados, este rostro humano le causó la misma impresión de grata sorpresa que siente el explorador al encontrarse con la cara de uno de su raza tras larga permanencia entre salvajes.

En uno de estos callejones escuetos y solitarios se detuvo de repente nuestro joven, que había llegado hasta allí maquinalmente, para orientarse del lugar en que se encontraba.

Un poco más allá le respondían siempre. Y para hacer más llevadera su impaciencia, encontrábase de pronto en una hoz, cuyos taludes de escuetos peñascos parecían juntarse sobre la cabeza del aturdido expedicionario, y cerrarle la salida en todas direcciones.

Pálido, contraído, yerto, con la boca dilatada, los ojos fijos, desencajados, espantosos, los brazos extendidos, crispados los dedos, erizados los cabellos, temblando todo, estaba horrible por el terror que sentía; detrás de aquella perdiz verde veía un cadáver... el cadáver de la reina, y detrás del cadáver de la reina, los dos palos escuetos y rojos de la horca.

Toda aquella interminable superficie parecía un mar de lava cuajado de repente; un mar hasta con sus islotes y escollos; unos monolitos muy grandes que se destacaban, escuetos y descarnados, sobre la aridez del suelo entre matojos de «escobinos», de árnica o de regaliz.

Las montañas le parecían más austeras y ceñudas en sus cumbres de pelada roca; los bosques, más obscuros, más negros; los árboles de los valles, más tristes y escuetos; las piedras del camino rodaban bajo sus pies, como si huyesen de su contacto; el cielo tenía algo de repelente; hasta el aire de la isla acabaría por huir de su boca. Febrer, en su desesperación, se veía solo.

Formaba pequeña hondonada verde entre dos escuetos picachos blancos: la capilla de la Virgen en el centro completamente aislada. No había por allí ningún otro edificio. Desde las primeras horas de la mañana acudió la gente de los contornos y mucha también de sitios lejanos. Al mediodía estaba la romería en todo su esplendor.

A través de las verjas pasaban miles y miles de corceles; hombres con el pecho forrado de hierro y cabelleras pendientes del casco, lo mismo que los paladines de remotos siglos; cajas enormes que servían de jaula á los cóndores de la aeronáutica; rosarios de cañones estrechos y largos, pintados de gris, protegidos por mamparas de acero, más semejantes á instrumentos astronómicos que á bocas de muerte; masas y masas de kepis rojos moviéndose con el ritmo de la marcha, y filas de fusiles, unos negros y escuetos, formando lúgubres cañaverales, otros rematados por bayonetas que parecían espigas luminosas.

La naturaleza, lánguida y enclenque entonces, iba quedándose, como si dijáramos, en cueros vivos; las brisas eran más frescas, y en lugar del sonido armónico y majestuoso que formaban perdidas entre el follaje de junio, gemían lastimeras al chocar contra los escuetos miembros de los árboles; lloraban fatídicas, como si fueran la voz de la naturaleza que lamentara la pérdida de sus risueñas galas.

Palabra del Dia

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