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Esta es la salona, o comedor dijo mi tío al entrar en él . ¡Comedor! ¡Qué comedor ni qué cuartajo!... Le llamo así porque de eso sirve cuando se alojan en esta casa personajes finos como , o algún señor Obispo de acá o de allá, o cuando hay boda en ella y algunos días después... hasta que llega la confianza y se arregla uno tan guapamente en la «perezosa» de la cocina: en invierno, al amor de la lumbre, y en verano... por la frescura... ¡Cascajo!, no te rías, porque en la cocina de mi casa se tirita de frío en agosto en cuanto se dejan de par en par las dos puertas y la ventana que tiene... ¡Figúrate lo que pasaría si hiciéramos otro tanto esta noche, y eso que todavía estamos al acabarse el otoño! ¿Ves una puerta en esa pared de la izquierda?

Allí estaba ya Neluco, que se había disgregado de la procesión con algunos hombres de los más apegados a la casa, proveyéndolos de cirios y señalándoles puestos en el pasillo y a lo largo de la escalera; a Lita y a su madre se los dio a la puerta de la salona; «y usted, conmigo, allá dentro» me dijo, conduciéndome al mismo cuarto del enfermo, del que no se había apartado Facia un instante.

En esto un rudo golpeteo, como al desembocar del carrejo en la salona, y al mismo tiempo una voz que respondía a estas llamadas enérgicas: ¡Allá va, jinojo!...

De todos modos, para evitar choques, procuraba estar el menor tiempo posible en su compañía. Tu conducta, primo, me hace recordar la del emperador Diocleciano. Después de abdicar voluntariamente la corona del Universo en Maximiano, se retiró tranquilamente á su fundo de Salona y se entregó al cultivo de árboles y plantas.

Por fortuna, don Sabas y Neluco se apoderaron de la dirección de todo y comenzaron por despejar el cuarto y las inmediaciones; pusieron las señoras a mi cuidado, y a Pito Salces y a Chisco a sus órdenes en la salona, y se quedaron después solos y a puerta cerrada con el muerto... Y aquí es donde comienza la verdadera maraña de esbozos, de notas sueltas de color, de perfiles extraños y manchas sombrías, que guardo en la memoria como impresión del cuadro de aquella noche inolvidable.

Me asomé a una ventana abierta en la pared del Este junto a una alacena, y vi lo que ya me había imaginado: el peñascal negro, jaspeado de grietas con vegetaciones silvestres y separado de la casa por un callejón pendiente, de lastras resbaladizas. Al volver al comedor por la salona, halléme con mi tío que entraba en él por la puerta de enfrente. Llegaba fatigoso y se apoyaba en un bastón.

Chisco y Pito Salces ayudaban a desmontar a los que no traían espolique, que eran los más, y se apoderaban de sus caballos; Neluco y don Pedro Nolasco les salían al encuentro en la escalera y me los presentaban a después a la puerta de la salona, desde donde los conducía a mi gabinete, que había vuelto a ser, por aquel día, estrado o sala de honor, y en cuya mesa de centro había un agasajo de vinos generosos y bizcochos de soletilla, con el cual los brindaba tan pronto como concluían las salutaciones y cortesías de rúbrica, sin perjuicio de que llegaran luego Mari Pepa o su hija, muy vestidas y aderezadas ya de día de fiesta, aunque luctuosa, a ofrecerles algo de mayor sustancia, por si estaban en ayunas, como leche, caldo o chocolate... o magras de jamón con huevos estrellados; pero todos optaban por la copeja de vino con bizcochos, «reservándose para después...». «Después» era la comida del mediodía, terminados los funerales.

Todos tuvieron en mucho a don Celso y le fueron muy adictos, aunque le molestaron poco. Sin acabar de sentarse apenas estos personajes, apareció en la salona otro cuyo aspecto me sorprendió mucho.

Cambió discretamente de conversación el médico; dimos poco después unas vueltas por la salona, hablando... no recuerdo de qué trivialidades; fuese al cabo de un corto rato, y quedéme otra vez solo; pero ¡cosa extraña! sin inquietudes ni tristezas. ¡Vaya si me dio que pensar la ocurrencia de Neluco!

Entonces se ocultaron rápidamente, casi de un salto, en la salona, y se volvieron ambas hacia , que no las perdía de vista, con la pena y la conmiseración pintadas en la cara. A todo esto, don Pedro Nolasco, de pie, rígido, inmóvil y silencioso, en el mismo sitio en que se había plantado al entrar.