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Todo pasaba a vista de mi dama y de don Diego: no se ha visto en tanta vergüenza ningún azotado. Estaba tristísimo de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin, me hube de apear; subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha, quedéme hablando desde la calle con don Diego y dije: -En mi vida subí en tan mala bestia.

Me ha comprado algunas crucecitas de los padres mendicantes, y huesecillos benditos para hacer rosarios. Hoy le llevé mi comercio y la noble señora hizo que le contara mi historia; y como esta es de las más patéticas y conmovedoras, lloró un tantico. Después, como ella saliera de la sala para ir a sus quehaceres, quedeme sola con las tres niñas, y allí de las mías.

Aterrado y no sabiendo que hacer ante semejante prodigio, quedéme atónito por un momento temblando como un azogado... Me repuse... Creyendo que aquello era vana ilusion traté de distraerme prosiguiendo la lectura de la segunda palabra. Apenas la pronuncio, la caja se cierra, la cabeza desaparece y en su lugar encuentro otra vez el puñado de cenizas.

Lleguéme al mayor de mis amos, y, a mi parecer, con mucha crianza, se le puse en las manos, y quedéme sentado en cuclillas a la puerta del aula, mirando de hito en hito al maestro que en la cátedra leía.

Quedeme absorto al ver cómo aquella criatura había aprendido a mover caderas, piernas y brazos con tanta sal y arte tan divino cual las más graciosas majas de Triana.

Quedéme atónito, aunque no tranquilo, presumiendo que tan desusadas blanduras serían obra de su refinada astucia y preparación de algún nuevo golpe contra ; pero cuando le pregunté por el estado en que se hallaba el proceso célebre, respondióme que ya no se pensaba en tal cosa, porque como los franceses eran amigos del Príncipe de la Paz, no convenía molestar a los servidores y amigos de éste.

Bien parece, señor, que no se advierte, Le respondí, que yo no tengo capa. El dixo: aunque sea asi, gusto de verte. La virtud es un manto con que tapa Y cubre su indecencia la estrecheza, Que esenta y libre de la envidia escapa. Incliné al gran consejo la cabeza. Quedeme en pie: que no hay asiento bueno, Si el favor no le labra, ó la riqueza.

Triste quedeme, desamparada, y lo que fue peor, en peligro; que apenas cubrió la tierra de la fosa el cuerpo del sin ventura esposo mío, pareció que de otra fosa ignorada salía, para poner en mi corazón ira y espanto, el eterno perturbador de mi sosiego, a quien yo no conocía más que por la relación que de él me había hecho mi esposo; digo que apenas, después de los primeros meses del luto, a la calle salí, y en mi casa empecé a recibir como antes a mis amigas, y a los amigos de mi marido, hizo le presentasen en ella sin mirar en nada, y como si hubiese ignorado que yo ignoraba su nombre, conociéndole por el mortal enemigo de mi familia, el capitán don Baltasar de Peralta.

Cerróse la noche, y con ella mis imaginaciones, mas no los manantiales y llanto; quédeme con él dormido, sobre un poyo del portal, acá fuera; no qué lo hizo, si es que por ventura las melancolías quiebran el sueño, como lo dió a entender el montañés que, llevando a enterrar a su mujer, iba en piernas, descalzo y el sayo al revés, lo de dentro afuera.

Con poco más que esto y unas advertencias que me hizo concernientes al enfermo después de pasar otra ratito a su lado, se fue Neluco y quedéme yo sumido en las más endiabladas cavilaciones.