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Actualizado: 8 de julio de 2025
Alguien preguntó allí si era verdad que don Gonzalo González de la Gonzalera se había quedado memo y pobre a consecuencia de disgustos y despilfarros domésticos, pero no obtuvo respuesta la pregunta, porque apareció de golpe y porrazo en la salona un nuevo personaje que comenzó por decir que ni por haber rodado tres veces por los suelos y casi reventado la tordilla en sus ansias de correr, había podido llegar antes. ¡Así venía el infeliz de embarrado y descosido de pies a cabeza!
Enseguida de éstos, aparecieron en la salona otros dos personajes de gran cuenta, que me impusieron mucho por su apostura y atalajes, tan diferentes de todo lo que se usaba por allí y de lo que a la sazón me rodeaba. Eran nada menos que el ilustre caballero don Román Pérez de la Llosía y su yerno don Álvaro de la Gerra. Iban desde Santander, donde residían, y habían hecho el viaje en dos jornadas.
De esto precisamente se había llegado a tratar en la salona, cuando se abrió la puerta cerrada antes por el Cura y apareció éste con sobrepelliz y estola preguntando por el monaguillo que había venido con él y debía de andar por la cocina.
Al salir a la salona con el candelero en la mano, me encontré con la mujer gris ocupada en poner la mesa, a la luz de un velón de tres mecheros, colgado de un listón de madera, sujeto por una de sus extremidades a una vigueta del techo. No era antipática, ciertamente, la cara de aquella sirviente; y bien mirada, hasta se hallaban en ella vestigios de haber sido guapa en sus mocedades. Expresábase con un laconismo que tenía ciertos matices clásicos, y respondía con agrado a las preguntas que me arriesgué a hacerla, por hablar de algo y alegrar un poco el tedioso colorido de mis ideas. Así supe que se llamaba Facia; que desde muy joven servía en casa de mi tío y que en ella pensaba morir, si esa era la voluntad de su amo, a quien quería y respetaba como a padre y señor, y aun con eso no le pagaba bastante los grandes beneficios que le debía.
Acabóse el estrépito, por la virtud de un conjuro mío, con la misma rapidez con que se había desatado, y nos fuimos hacia la salona todos juntos y en santa paz, aunque no en silencio. Al llegar Neluco, otro estampido de su hermana, que no cerró boca en toda la noche ni quiso salir de la casona desde que supo el trajín que había en ella. Cabalmente se perecía por esas cosas, y la mataba la quietud.
Encerráronse allá los dos; y mientras andábamos en la salona los de siempre, de aquí para allí y en derredor del brasero, sin saber qué decirnos ni en qué sitio ni para qué detenernos ni sentarnos, oía yo cómo iban pasando desde la escalera gentes y más gentes hacia la cocina, donde continuaba el gigante consternadón y arrimado a la lumbre, pero con muchas ganas de cenar.
Palabra del Dia
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