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La viuda, señora respetable de cincuenta noviembres, tal vez había amado y se había dejado amar por uno de aquellos asiduos tertulios, un D. Críspulo Crespo, relator, funcionario probo y activo e inteligente, de muy mal genio; , se habían amado, aunque sin ofensa mayor de Cascos; y en opinión de los amigos, seguían amándose; pero todos respetaban aquella pasión recóndita e inveterada; rara vez se aludía a ella, y se la tenía por único recuerdo vivo de tiempos mejores; y el respeto a tal documento póstumo del muerto romanticismo se mostraba tan sólo en dejar invariablemente un puesto privilegiado, dentro del mostrador, para D. Críspulo.

Al levantarse, cuando la gota se lo consentía, el anciano caminaba algunos instantes a lo largo de la cuadra. Guiomar y su hijo se acurrucaban junto al brasero. Oíase el tic-tac de un cuadrante. Nadie hablaba. No hubiera podido decirse, al pronto, si era una aversión recóndita o un dolor compartido lo que motivaba dicha reserva. Cada uno se informaba del otro por medio de la servidumbre.

Don Pedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a Julián, aguardó dos minutos en la puerta, quizás con la ilusión recóndita de ser detenido por la muchacha; pero al fin, encogiéndose de hombros, salió delante, y echó a andar por la senda abierta entre viñas que conducía al crucero.

Polus, actor griego, cuéntase que, representando Electra, de Sófocles, sacó a escena la urna con las cenizas de su propio hijo, porque el sentimiento de su dolor fuese sincero y comunicativo. De seguro don Guillén, al representar aquella tarde el drama del Calvario, había conducido en la urna recóndita del corazón las cenizas de su propia vida; cenizas ardientes aún.

Y porque vienen con Lamartine de un país de azahares y de lunas de miel, queda en sus personajes una bondad contagiosa, en su estilo una recóndita y efusiva dulzura que se infiltra en el alma como una bruma de noviembre. Es la encantadora y juvenil locura de un chiquillo que se enamora hasta enfermar... de un cuadro, del lienzo en donde vive una de las más suaves heroínas de Shakespeare.

Esta recóndita virtud es la primera que todo montañés, aun el más indocto, siente en los libros de Pereda, y por la cual, no sólo los lee y relee, sino que se encariña con la persona del autor, y le considera como de casa. No si éste es el triunfo que más puede contentar la vanidad literaria.

Luego hay un instinto que por solo nos asegura de la verdad de una proposicion, á cuya demostracion llega difícilmente la filosofía mas recóndita. Es uno de los hechos mas constantes y fundamentales de las ciencias ideológicas y psicológicas, la multiplicidad de actos y facultades de nuestra alma, á pesar de su simplicidad atestiguada por la unidad de conciencia.

Provenía éste principalmente de sus grandes ojos negros expresivos: el alma se asomaba a ellos reflejando las más leves y fugaces emociones; ora ardían con fuego malicioso revelando la pasión recóndita, insaciable, ora se aquietaban extáticos, límpidos, en arrobo místico; ahora brillaban alegres y bulliciosos, enseguida melancólicos, tan pronto secos como húmedos, tan pronto tiernos como iracundos.

Aquella misma tarde partió Salvador de Elizondo, deseando huir de un país que le infundía repugnancia y miedo, a causa de las muchas locuras que en él había visto; y así como el que visita una casa de orates se siente tocado de enajenación y con cierto misterioso impulso de imitar los disparates que ve, sentía nuestro hombre en cierta levadura recóndita de demencia, por lo cual se echó fuera a toda prisa.

Además, con las nuevas fuerzas habían venido nuevos deseos de una voluptuosidad recóndita y retorcida, enfermiza, extraviada, que procuraba satisfacerse en seres inanimados, en contactos, olores y sabores que, lejos de todo bicho viviente, podían ofrecerle, como adecuado objeto, las sábanas de batista, la cama caliente, la pluma, el aire encerrado en fuelles de seda, el suelo mullido, las rendijas de las puertas herméticamente cerradas, el heno, las manzanas y cidrones metidos entre la ropa, el alcanfor y los cien olores de que sabía ya Celestina.