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Allí, dijo Tragomer, nos pondremos de acuerdo con Freneuse sin que la administración adivine nuestros proyectos. Escribir es peligroso, pues se abren las cartas de los penados y se leen sus respuestas. Estudiaremos, pues, la situación de viva voz y veremos qué debemos hacer.

El vigilante dió un agudo silbido con un pito colgado al uniforme, y los penados, turbados en su sueño, se incorporaron con los ojos asombrados y las caras lívidas. Puede usted embarcar, milord. ¡Adelante! La embarcación hendió con su proa las aguas de la bahía, mientras Tragomer, perdido en sus pensamientos, se dejaba mecer por el movimiento acompasado de los remos al hundirse en el mar.

¡Palacio!... dijo con énfasis Derinho, escupiendo un charco de saliva enrojecida por el betel. Bien, respondió Tragomer, que divisó al centinela apoyado negligentemente en su fusil á la sombra de la garita. Cristián dió una moneda al guía y entró en el palacio. Una cuadrilla de penados estaba componiendo el techo de un pabellón y el vigilante, sentado en una viga, fumaba tranquilamente.

En la muralla que rodea el campo de los penados se apoyaba un pequeño edificio en cuya puerta se leía, en letras negras y rojas, estas palabras: Pretorio disciplinario. Era el tribunal ante el que comparecían los indisciplinados para responder de sus fechorías. Un estrado y unos cuantos bancos guarnecían la sala, cuyas paredes estaban tendidas de cal.

Ahora, aseguremos las fisonomías y adelante. Salieron, atravesaron el patio en que estaba la fragua, entraron en la cordelería donde los penados seguían desgarrándose los dedos contra las duras maromas embreadas, y llegaron á la entrada del edificio, donde se encontraba el centinela en su garita, apoyado en el fusil, y al abrigo de los rayos del sol, ya oblicuos á aquella hora.

El secretario se echó á reír, pero se repuso ante la calma imperturbable de su interlocutor. ¿Hay en este momento penados cuya conducta sea ejemplar y que merezcan los favores de que me hablaba usted hace poco? ¡Ah! Ya veo que está usted haciendo averiguaciones serias, dijo el secretario, mirando con curiosidad á Cristián.

La libertad le imponía terribles deberes; tenía que justificarla descubriendo el verdadero culpable. Su evasión no podía tener excusa si no enviaba al criminal, hasta entonces impune, á ocupar su puesto en la cordelería, al lado de la fragua en que los penados forjaban sus propias cadenas. Instintivamente extendió el brazo y con alegría se sintió libre de la dura anilla.

Y se arrojó sobre los penados, sobre el sargento y sobro la brea, Tragomer y Jacobo estaban fuera. ¡Apuntémonos dos bazas! dijo Cristián en un acceso de alegría. Ahora no tenemos tantas probabilidades en contra nuestra. Es preciso llegar á la playa para escondernos y esperar la chalupa para llegar á bordo. Volvieron la espalda al muelle y á la población y se dirigieron hacia el mar.

Ha caído en un misticismo extraordinario, hasta el punto de edificar con su piedad al capellán. Si el señor gobernador le dejase libertad para ello y los reglamentos lo permitieran, se haría cura... Nos hemos visto obligados á separarle de los demás penados, que le colmaban de injurias y de malos tratamientos y hubieran acabado por matarle, tomándole por un espía destinado á denunciarles.

Á este modo de marcar llamaban los marineros bendiciones del piloto. Duda de más interés han suscitado los términos concisos de las anotaciones hechas por Colón. Á 17 de Septiembre se lee en el Diario: «Tomaron los pilotos el Norte, marcándolo, y hallaron que las agujas noruesteaban una gran cuarta, y temían los marineros y estaban penados y no decían de qué.