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Y aquella masa informe recibía de plano los rayos del sol provenzal, áspero al despertar, y más áspero en aquellos momentos á causa de la aridez del mistral que no cesaba de soplar. Doble suplicio que desgarraba á la transparente criatura.

En todo el mundo no hay nada más que un Mistral, el que sorprendí yo el domingo último en su lugarejo, con el sombrero de fieltro de alas anchas en la oreja, sin chaleco, de chaquetón, con su roja faja catalana oprimiéndole los riñones, brillantes los ojos, con el fuego de la inspiración en las mejillas, hermoso con su dulce sonrisa, elegante como un pastor griego, y caminando ligero, con las manos en los bolsillos componiendo versos.

Pero á veces sopla el mistral, hace frío, y yo no comprendo cómo pueden vivir tan lozanos, tan frescos, todos esos árboles tropicales, todas esas plantas que nacieron en atmósferas de horno.

Por la noche, cuando sopla el mistral y cruje la casa por todas partes, con el mar lejano y el viento que lo aproxima, trae su ruido y lo ahueca, puede creerse uno acostado en el camarote de un buque. Pero, especialmente por la tarde es cuando la cabaña está encantadora.

Con la triple velocidad del Ródano, de la hélice y del viento mistral, extiéndense las dos orillas. De un lado está la Crau, una llanura estéril y pedregosa. Del otro, la Camargue, más verde, que prolonga hasta el mar su hierba corta y sus marismas cuajadas de cañaverales. En cada pontón vese una quinta blanca y un ramillete de árboles.

Justamente aquella mañana hacía un tiempo hermoso, pero poco adecuado para rodar por los caminos, demasiado mistral y excesivo sol, un verdadero día de Provenza. Cuando recibí aquella maldita carta había ya elegido mi abrigo entre dos rocas, y soñaba con pasar allí todo el día como un lagarto, inundándome de luz y oyendo cantar los pinos. En fin, ¿qué vamos a hacerle?

Puesto que el mistral nos lanzó la otra noche a la costa de Córcega, permítanme ustedes que les refiera una triste historia marítima de que hablan con frecuencia los pescadores de por allá durante la velada, y acerca de la cual me ha suministrado la casualidad datos muy interesantes. Hace dos o tres años que ocurrió.

¡Ah, parisienses! Cuando el poeta de Maillane fue a visitar a ustedes para enseñar a París su Mireya, y vieron a ese Chactas con traje de ciudad, con cuello recto y sombrero alto, que le molestaba tanto como su gloria, creyeron que ése era Mistral... No; no era él.

Y además, ¡figúrense ustedes!... ¡Hacía nada menos que siete años que se la guardaba!... No hay ejemplo de odios eclesiásticos semejante al mencionado. No me fue posible, por muchos esfuerzos que hice, pegar los ojos aquella noche. El mistral estaba furioso, y el estrépito de sus grandes silbidos me desveló hasta el amanecer.

De Mistral hubiera podido también decir Montaigne: Acuérdense de aquél a quien, como le preguntasen por qué se tomaba tanto trabajo en un arte que sólo podía llegar a conocimiento de reducido número de personas, respondió: «Pocas necesito. Me basta una. Tengo suficiente con ninguna