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Me espantó la idea de pasar en casa aquel día de lluvia, y sentíme al punto ansioso de ir a calentarme un poco a la de Federico Mistral, ese gran poeta que reside en Maillane, villorrio que dista tres leguas de mis pinos. Dicho y hecho: una estaca de ramo de mirto, mi Montaigne, una manta, ¡y al camino!

¡Hola! ¿ aquí? gritó Mistral, arrojándoseme de un salto al cuello. ¡Qué buena idea has tenido de venir!... Justamente, hoy es la fiesta de Maillane. Tenemos la música de Aviñón, toros, procesión, farándula; esto será magnífico... Mi madre volverá pronto de misa, almorzaremos y, después, a ver cómo bailan las muchachas bonitas.

Imposible de todo punto leer en el camino aquel día. Llovía a torrentes, y la tramontana arrojaba el agua a cubos al rostro... Hice la caminata de un tirón, y después de andar tres horas, percibí a la postre ante los tres cipresitos en medio de los cuales guarécese del viento la comarca de Maillane. No andaba ni un gato por las calles de la aldea; todo el mundo estaba en misa mayor.

¡Ah, parisienses! Cuando el poeta de Maillane fue a visitar a ustedes para enseñar a París su Mireya, y vieron a ese Chactas con traje de ciudad, con cuello recto y sombrero alto, que le molestaba tanto como su gloria, creyeron que ése era Mistral... No; no era él.

Terminada la procesión y colocados nuevamente los santos en sus capillas, fuimos a ver los toros, más tarde los juegos en la era, las luchas de hombres, los tres saltos, el ahorcagato, el juego del odre y todo el divertido aparato de las fiestas provenzales... Caía la noche cuando regresamos a Maillane.