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Durante seis meses viósele arrastrar su sayo por todos los arroyos de las calles de Aviñón, pero principalmente hacia la parte próxima al palacio papal; porque el pícaro tenía desde mucho tiempo antes sus ideas respecto a la mula del Papa, y van a ver que no iba descaminado... Un día que Su Santidad se paseaba a solas bajo las murallas con su bestia, se le acerca de buenas a primeras mi Tistet y le dice, juntando las manos con ademán de asombro: ¡Ah, Dios mío, gran Padre Santo, hermosa mula tiene!... Permítame Vuestra Santidad que la contemple un poco... ¡Ah, Papa mío, qué mula tan maravillosa!... El emperador de Alemania no tiene otra tal.

Podrán estas noticias ser puestas en duda, pero respecto á que muy á los comienzos del siglo XV existía en Sevilla un reloj de torre, hay un dato indudable en las palabras del médico Juan de Aviñón, que en su libro Sevillana Medicina, hacia 1418, dice: «Y como quiera que agora seria grave de comer á estas horas ciertas, de aqui adelante nonserá grave por cuanto nuestro señor el arzobispo de Sevilla, que mantenga Dios mandó facer un relox que ha de tañer veinticuatro badajadas

Partió a Italia como caudillo de la Iglesia; los aventureros de Europa y los bandidos del país formaron su ejército: mató e incendió en los campos, entró a saco en las ciudades a nombre de su señor el Pontífice, y al poco tiempo los desterrados de Aviñón podían ocupar de nuevo su trono de Roma.

Pasaron siete años, al cabo de los cuales, Tistet Védène, regresó de la corte de Nápoles. No había concluido todavía el tiempo de su empeño en ella; pero había sabido que el archipámpano de Sevilla había muerto repentinamente en Aviñón, y como el cargo parecíale bueno, había regresado muy a prisa para gestionar que se le otorgara.

Porque entre nosotros, cuando el pueblo está contento, necesita estar siempre bailando, y como por aquellos tiempos las calles de la ciudad eran excesivamente estrechas para la farándula, pífanos y tamboriles situábanse en el puente de Aviñón, al viento fresco del Ródano, y día y noche se estaba allí baila que bailarás. ¡Ah, qué dichosos tiempos, qué ciudad tan feliz!

Figúrense el terror de aquella infortunada mula, cuando después de dar vueltas una hora a ciegas por una escalera de caracol y haber subido no cuántos peldaños, encontrose de pronto en una plataforma deslumbrante de luz, y a mil pies debajo de ella contempló todo un Aviñón fantástico: las barracas del mercado tan pequeñas como avellanas, los soldados del Papa delante de su cuartel como hormigas rojas, y allá abajo, sobre un hilillo de plata, un minúsculo puentecito, donde había bailes y más bailes... ¡Ah, pobre bestia! ¡Qué susto!

¡Hola! ¿ aquí? gritó Mistral, arrojándoseme de un salto al cuello. ¡Qué buena idea has tenido de venir!... Justamente, hoy es la fiesta de Maillane. Tenemos la música de Aviñón, toros, procesión, farándula; esto será magnífico... Mi madre volverá pronto de misa, almorzaremos y, después, a ver cómo bailan las muchachas bonitas.

Era una hermosa mula negra salpicada de alazán, firme de piernas, de pelo lustroso, grupa ancha y redonda, que llevaba erguida la enjuta cabecita guarnecida toda ella de perendengues, lazos, cascabeles de plata, borlillas; además de estas buenas cualidades, reunía otras que el Papa no apreciaba menos: era dulce como un ángel, de cándido mirar y con un par de orejas largas en constante bamboleo, que le daban aspecto bonachón... Todo Aviñón la respetaba, y cuando pasaba por las calles no había agasajos que no se le hiciesen, pues todos sabían que ése era el mejor medio de ser bien quisto en la corte, y que con su aire inocente, la mula del Papa había conducido a más de uno a la fortuna.

Don Gil de Albornoz, el famoso cardenal, marcha a Italia, huyendo de don Pedro el Cruel, y, como experto capitán, reconquista todo el territorio de los papas refugiados en Aviñón; don Gutierre III va con don Juan II a batallar con los moros; don Alfonso de Acuña pelea en las revueltas civiles durante el reinado de Enrique IV; y como digno final de esta serie de prelados políticos y conquistadores, ricos y poderosos como verdaderos príncipes, surgen el cardenal Mendoza, que guerrea en la batalla de Toro y en la conquista de Granada, gobernando después el reino, y Jiménez de Cisneros, que, no encontrando en, la Península moros a quienes combatir, pasa el mar y va a Orán, tremolando la cruz, convertida en arma de guerra.

Huyendo de don Pedro el Cruel, se había refugiado en Aviñón, donde vivían otros desterrados más ilustres. Allí estaban los papas arrojados de Roma por un pueblo que, en su pesadilla mediévica, soñaba con restaurar, a la voz de Rienzi, la antigua República de los Cónsules. Don Gil no era hombre para vivir en la risueña corte provenzal.