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Actualizado: 16 de junio de 2025


Faroles de papel recortado brillaban por todas partes entre la obscuridad; la juventud tomaba puesto, y en seguida, a un redoble de los tamboriles, comenzó alrededor de las llamas un corro desenfrenado, estrepitoso, que no había de cesar en toda la noche. Después de cenar, sumamente rendidos de cansancio para correr de nuevo, subimos a la alcoba de Mistral.

Me espantó la idea de pasar en casa aquel día de lluvia, y sentíme al punto ansioso de ir a calentarme un poco a la de Federico Mistral, ese gran poeta que reside en Maillane, villorrio que dista tres leguas de mis pinos. Dicho y hecho: una estaca de ramo de mirto, mi Montaigne, una manta, ¡y al camino!

En la plaza, frente al cafetín donde Mistral pasa las veladas jugando su partida con su amigo Zidore, habían encendido una hermosa hoguera... Organizábase la farándula.

Lo mismo que del mar, plano a pesar de sus olas, despréndese de esa llanura una sensación de soledad, de inmensidad, aumentada por el mistral que sopla incesantemente, sin trabas, y que, con su poderoso aliento, parece aplanar y engrandecer el paisaje. El lo doblega todo. Los arbustos más frágiles conservan la huella de su paso, quedan torcidos, tumbados hacia el Sur, como dispuestos a fugarse...

Tenía yo en las manos el cuaderno de Calendal, y hojeábalo profundamente emocionado... Una banda de pífanos y tamboriles resonó de repente en la calle delante de la ventana, y he aquí Mistral que corre al armario, saca de él vasos y botellas, coloca la mesa en medio del salón, y abre la puerta a los músicos, diciéndome: No debes reírte... Vienen a darme la alborada... Soy concejal.

Ese palacio restaurado es la lengua provenzal. Mistral es ese hijo del campesino. Las naranjas tiene en París el triste aspecto de frutas caídas, que se toman junto a los árboles. Cuando llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su brillante corteza y su excesivo aroma, en estos países de sabores moderados, les dan un aire extraño, algo bohemio.

¡Santo Dios, con qué comida más suculenta me obsequiaron aquella mañana! Un trozo de cabrito asado, queso de monte, mostillo, higos, uvas moscateles; todo ello rociado con ese exquisito Château-neuf de los Papas, de un color rojo tan precioso en los vasos... A los postres, voy a buscar el cuaderno del poema y lo pongo en la mesa delante de Mistral.

En nuestros buenos días de invierno meridional, me agrada estar solo junto a la alta chimenea, donde arden humeantes algunas matas de tamariscos. Con las rachas del mistral o de la tramontana, cruje la puerta, chillan las cañas, y todas esas sacudidas son un ligero eco de la gran conmoción de la naturaleza que me circunda.

Y los naturales se habían enriquecido vendiendo á metros la luz del sol, el azul del Mediterráneo, el anaranjado de las montañas, las nubes de apoteosis á la hora del ocaso, el abrigo de la lejana roca, que desvía como un biombo el soplo helado del mistral. ¡Y la tenacidad inexplicable de algunas de estas gentes!...

¡Provenza ha de vivir eternamente en Mireya y en Calendal! ¡Basta de poesía! dijo Mistral, cerrando su cuaderno. Es preciso ver la fiesta. Salimos. Todo el pueblo estaba en las calles; un ramalazo de cierzo había disipado las nubes del cielo, que brillaba alegremente sobre las rojas techumbres, mojadas por la lluvia. Llegamos a tiempo de presenciar la procesión que regresaba.

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