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Del Primer estrado abierto, con sus cuatro hoteles curiosos, se sube, por la escalinata de hélice, al descanso segundo, donde se escribe y se imprime un diario, a la altura de la cúpula de San Pedro. El cilindro de la prensa da vueltas: los diarios salen húmedos: al visitante le dan una medalla de plata.

Toda esta máquina se mueve por medio de un propulsor que sale de los sistemas conocidas de la hélice y de las ruedas laterales; las ruedas van atrás del buque, girando sobre un eje fijo a un metro de la popa: así, el barco concluye, en su parte posterior, en una pared lisa, perpendicular a las aguas, donde éstas se estrellan ruidosas, cuando las potentes paletas las agitan.

Ferragut sentía placer con estos relatos de esplendores imperiales, palacios de oro, épicos encuentros y furiosos saqueos, mientras su buque navegaba cortando la noche y saltando sobre el mar obscuro, acompañado por el pistoneo de las máquinas y el batir ruidoso de la hélice, que á veces permanecía fuera del agua durante los furiosos balanceos de proa á popa.

En Tien-Tsin, me separé de aquellos santos camaradas. Y después de dos semanas, en un día de sol, me paseaba fumando un cigarro y mirando las luchas de perros en el puerto de Hong-Kong, sobre la cubierta del «Java»; que iba a levar anclas con rumbo a Europa. Fué un momento conmovedor para , aquel en que a las primeras vueltas de la hélice, vi alejarme de la tierra de China.

Políticamente dimos las buenas noches, y en efecto, buena la fué para , pues no tardé en quedarme dormido el tiempo que invertí en contar unos cien golpes de la hélice, golpes que entre sueños los asemejaba yo á otras tantas pulsaciones de aquel monstruo de hierro, en cuyas entrañas dormía con la tranquilidad del que jamás había roto un plato.

La chimenea, listada de rojo, despide un denso humacho negro; el chorro de desagüe surte espumeante y rumoroso; a proa se escapan ligeras nubecillas de la máquina de levar anclas. Lentamente va virando y enfila la boca del puerto; el hélice deja una larga espuma blanca; en la popa resaltan grandes letras doradas: C. H. R. Broberg-Cjobenhun; una bandera roja, partida por una cruz azul, flamea...

En el estrecho de Gibraltar le describió la gran corriente de alimentación enviada por el Océano al Mediterráneo, y que en aquellos momentos ayudaba á la hélice en el empuje del buque. Sin esta corriente atlántica, el mare nostrum, que perdía por evaporación atmosférica mucha más agua que la que le aportaban lluvias y ríos, quedaría seco en pocos siglos.

Y tal es la fuerza de la rutina, que, hasta hace pocos años, en los buques de vapor el sitio de preferencia era la popa, sobre la hélice que lo hace temblar todo y donde es más violento el balanceo.

Con la triple velocidad del Ródano, de la hélice y del viento mistral, extiéndense las dos orillas. De un lado está la Crau, una llanura estéril y pedregosa. Del otro, la Camargue, más verde, que prolonga hasta el mar su hierba corta y sus marismas cuajadas de cañaverales. En cada pontón vese una quinta blanca y un ramillete de árboles.

Spadoni veía el Gaviota II, palacio á hélice, que, cuando anclaba en el gracioso puerto de La Condamine, parecía llenarlo por entero, empequeñeciendo el yate del príncipe de Mónaco y los de los millonarios americanos; alcázar de Las mil y una noches rematado por dos chimeneas, que paseaba por todos los mares del planeta sus gabinetes con fuentes y estatuas, su biblioteca enorme, su salón de fiestas con un estrado-escenario en el que cincuenta músicos, muchos de ellos célebres, daban conciertos para un solo oyente visible, el príncipe Miguel, medio tendido en un diván, mientras la brisa de los trópicos entraba por las altas ventanas, acariciando las cabezas de los oficiales y altos empleados del buque que se agolpaban en sus alféizares.