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Rafael conocía la música; un lieder de Schubert, el favorito de aquella época; un maestro que «aún tenía lo mejor por descolgar», según decía la artista en el argot aprendido de los grandes músicos, aludiendo a que sólo se habían popularizado las obras más vulgares del melancólico compositor.

Es un ser distinto a la mujer europea; lo reúnen todo: el aire elegante y distinguido de la francesa, el cuerpo modelado a la griega de la hija de Nueva York o de Viena, la gracia española, el vigor de alma italiano, las líneas correctas de una fisonomía inglesa... ¡Pero tienen la indecible movilidad de espíritu que les es propia, esa música en la voz que embriaga, los acentos profundos inspirados por la pasión, y cuando aman, se dan, se dan con el olvido del pasado, con la non curanza suprema del porvenir, absorbidas, confundidas en el amor soberbio que las exalta! ¡Qué agitación misteriosa, intensa, debo hacer latir como una ola el corazón del alemán que se siente entrelazado por dos brazos que hablan en su presión suave, en su contacto tibio y estremecido! ¡Todo lo que ha soñado bajo la influencia de un lieder de Heine, cuando ha podido vislumbrar en el mundo delicioso que crea la imaginación, bañada el alma de una melodía de Mendelssohn lo ve palpitante ante sus ojos, irradiando la santa voluptuosidad que atrae los cuerpos en la tierra, bajo la ley constante del amor!...

La poesía ingenua del lieder pasaba por la boca de Mina con la dulzura del arroyo humilde, que parece temblar, medroso de que sus murmullos sean demasiado altos y sus estremecimientos despierten la inmóvil vegetación que lo encubre.

Una semana después la hija de Körner cantaba al piano una sentimental canción, un lieder titulado Vergiesmeinicht, «no me olvides», que no era el de Goëthe, sino mucho más meloso; y al dedicárselo, con la mirada expresiva y los gestos lánguidos, al administrador de las plateadas patillas, le dejaba para siempre rendido a sus encantos y le hacía copartícipe de aquellos sentimientos de sensucht, que él, Nepomuceno, no sospechaba que existieran. Por aquellos días tuvo D. Juan ocasión de enterarse de quién era Fausto, y del pacto que había hecho con el demonio; y adquirió la noción de Margarita, rubia, pobremente vestida, con los ojos humillados y con un cántaro debajo del brazo, camino de la fuente. Margarita era su Marta, aquella señorita tan gruesa, tan blanca, tan fina de cutis y tan espiritual, que le había revelado en pocas horas un mundo nuevo: el de los amores reconcentrados y poéticos.

Cordelia es el primer amor de este adolescente que delira. El episodio recuerda, hasta en el tono, un relato de Heine: aquella estatua feminizada por el musgo que el futuro poeta de los lieder iba a besar, con una oscura congoja de Werther bisoño, en un rincón del parque familiar.