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¡Hardoin! bonito oráculo... Fuera de la venta de carneros o del precio de un arrendamiento, no sabe una palabra de nada... Pero... Vamos a ver, amiga mía, ¿tienes más confianza en Hardoin que en ? Juana rodeó con sus brazos el cuello de su marido en un impulso desesperado, y exclamó: No, Raúl, quiero creer, creo en ti... Si no creyera me moriría o me volvería loca.

Hardoin es demasiado formal para molestarte sin motivo serio. ¿No te figuras lo que es? Es posible respondió gravemente el anciano. Raúl se le quedó mirando con cierta alarma. Cuando se es heredero, las menores palabras tienen su importancia, sobre todo si se trata de notario.

A los dieciséis años es un poco pronto, querida. ¡Bah! la edad no importa nada. Estoy segura de que haría menos disparates que Raúl, ¿verdad, señor Hardoin? Me recuso, señorita, aunque tengo gran confianza en su alta sabiduría. Si es para usted un cuidado tan grande, señora condesa, ¿por qué no pone usted a la señorita Blanca en el Sagrado Corazón de Noyon? propuso el cura.

Y, sin embargo, su frente no se baja ante la mirada del soldado sin miedo y sin tacha, del que nunca como entonces se ha sentido hija. Cuando Hardoin volvió por la noche al despacho, se quedó muy sorprendido al encontrar en él a su joven vecina que le estaba esperando. ¿Es usted, amiga mía? exclamó haciéndola pasar con una deferencia llena de simpatía. ¿Se encuentra usted mejor?

¡Qué calor, querido Hardoin! dijo Raúl riendo. ¿Será capaz de hacerle a usted renunciar al celibato? ¡Oh! yo soy como el señor cura; me limito a casar a los demás. ¿Es bonita? preguntó con curiosidad la muchacha. No la he visto todavía respondió el joven diplomático con un soberbio aplomo. Es muy distinguida dijo el notario. Y tiene además un aspecto modesto y decente apoyó el cura.

A pesar de su afectado desinterés, la hija del viejo Neris sabe contar tan bien como su difunto padre. Hace mucho tiempo había yo visto su juego y sabía que su hijo no resistiría seriamente a sus razones... contantes y sonantes. ¡Oh! señor Hardoin, toda acción puede tener un móvil noble y generoso. ¿Por qué atribuirla con preferencia a un motivo bajo y vil?

Desdeñando por otra parte las simpatías triviales y los pésames de convención, Liette se apasionaba difícilmente aun ante un cariño sincero, y el mismo señor Hardoin tenía que esforzarse para forzar la puerta de aquella alma cerrada y a la que la última decepción había añadido todavía un cerrojo.

Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria.

Así no se mezclaban lágrimas hipócritas a sus lágrimas sinceras y el conde podía gozar a sus anchas de su libertad y hacer la gran vida sin que su suegro encontrase nada que decir ni pensase en cercenarle el crédito anchamente abierto en casa del notario Hardoin.

Liette le dirigió su hermosa mirada húmeda y agradecida. ¡Qué bueno es usted, señor Hardoin! Cree usted que puedo dispensarme... Creo, querida niña, que la valentía no es la temeridad... Arrojarse al fuego para salvar a un semejante es muy hermoso... Pero exponerse sin utilidad no tiene nada de razonable. No somos salamandras, qué diablo... Gracias.