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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Perdóneme usted, señor conde, pero no creo tener que aprender los deberes que ya ejercía con honor cuando usted estaba en la cuna. dijo el conde un poco dulcificado; que es usted un antiguo amigo; pero hay cuestiones que no son de su competencia. Si se tratase de un acta notarial, en hora buena. No se trata de otra cosa declaró Hardoin sencillamente. Raúl se detuvo desconcertado.

Ciertamente respondió Carlos con voz un poco alterada. Mientras Hardoin, muy verboso, se metía en una larga digresión sobre un proyecto de fiesta del «Mérito modesto», generalmente desconocido, Liette seguía con mirada inquieta al joven, que iba y venía en el comedor como si no pudiera estarse quieto.

Con frecuencia, el señor Hardoin traía el tributo de su rara erudición y de su juicio seguro a esas graves conversaciones y maduraba aquel joven cerebro al contacto generador del de los antiguos maestros. Latinista distinguido, fanático de Horacio y de Virgilio, el notario se encargó de las «Humanidades», con gran contento de la tía Liette, que pudo así conservar más tiempo a su pupilo.

¿Le preparaba alguna escena de melodrama aquel imbécil de Hardoin? No le faltaba más que ese ridículo. Presa de una viva irritación, saludó con tiesura y se puso a la defensiva. Señor conde comenzó el notario en tono ceremonioso, he rogado a usted que pasara por mi despacho para una comunicación urgente de parte de esta señorita.

Hace veinte años que este pobre señor Hardoin es fiel a su despacho por no renunciar a esa preciosa vecindad, esperando que el mejor día la señorita Raynal se equivoque de puerta y se meta en su casa para no salir más. Hasta se dice que tiene encima de la mesa un contrato enteramente redactado en el que sólo falta una firma... Ríase usted, señor Neris.

A la derecha, la muestra hereditaria del notario Hardoin, tercero de ese nombre... ¡Lo que él había jugado en el polvoriento despacho con los dependientes encaramados en sus altos asientos! Y qué risa la suya cuando el principal abría de repente la puerta de la oficina para regañar a los culpables y se detenía desarmado ante su ahijado instalado majestuosamente en su propio sillón...

¿Cómo será que no hemos visto al capitán? ¿Se habrá acabado su licencia? No, señor Darling respondió el notario con acento distraído, pero no estaba invitado que yo sepa... ¡Cómo! protestó vivamente Eva; fue una invitación colectiva y yo fui testigo. Entonces no ha sido reiterada. ¿Está usted seguro, señor Hardoin? Segurísimo, señorita. La cara de la joven se iluminó con una llama.

Hay cosas imposibles de explicar a una señorita. Hubo un instante de silencio molesto. El señor Hardoin jugaba con el cuchillo, con una enigmática sonrisa en los labios. Dispense usted, querido conde dijo gravemente el señor de Argicourt, pero usted ha encontrado al capitán Raynal en mi casa y soy solidario de todos mis huéspedes. ¿Sabe usted alguna historia respecto de él?

Pero se calló porque la señorita Raynal entraba a su vez en el despacho. El señor Hardoin está ocupado, señorita. Lo , me está esperando... La puerta se había abierto, y el notario dejaba paso a Liette, con gran asombro de los pasantes. Amigos míos, esto huele a quinto acto exclamó el supuesto «boulevardier». El conde no había acudido a la cita del notario sin una secreta aprensión.

Neris, con la cara oculta entre las manos, formulaba una ardiente oración por su hija. El notario Hardoin contemplaba a la asistencia a través de sus gafas protectoras. ¿Cuál de aquellos dichosos hubiera podido soportar impunemente el agudo análisis de su vista sutil y penetrante? ¿Cuál de aquellas felicidades era bastante firme para eso? ¡Ay!

Palabra del Dia

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