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D. GERÓNIMO RIPALDA: sabio jesuita que nació en 1536, y a la edad de quince años entró en el instituto de San Ignacio de Loyola: gran parte de su vida residió en Toledo, donde esplicó con lucimiento humanidades, filosofía y teología, y donde murió en 1618 a la edad de 84 años, dejando escrito el Catecismo y esposición breve de la doctrina cristiana, que aun sirve de texto en las escuelas públicas, y del cual se han hecho innumerables ediciones en España y en todas las naciones católicas de Europa, dejando también traducido el libro de Kempis Contemptus Mundi, o sea la Imitación de Cristo.

Elías creció mas, y siguiendo la discreta opinión de un lector del convento de dominicos de Tarazona, que fué á predicar á Ateca el día de la Patrona del pueblo, le mandaron á estudiar humanidades con los padres de dicho convento. Ya tenía doce años; allí creció su reputación, y á poco fué tan gran latino, que ni Polibio, ni Eusebio, ni Casiodoro se le igualaran.

Entre estos últimos ¿quién no recuerda al famoso abad Esperaindeo, doctor ilustrísimo, de feliz recordacion, luz brillante de la iglesia en aquellos tiempos borrascosos, varon elocuente, maestro de los mas grandes genios que florecieron en la España mozárabe, y de quien se escribió que entre las amarguras que por entonces inundaban toda la Bética, prevalecian los raudales de su prudencia con los cuales endulzaba lo mas salobre? ¿Quién no descubre al punto á Eulogio, cuya figura colosal nos sale siempre al paso en nuestras indagaciones sobre aquellos oscuros tiempos, como nos atrae la mirada un hermoso planeta cuando nuestra vista se sumerge en los insondables piélagos del firmamento: luminar de la iglesia española durante su persecucion, restaurador de las ciencias eclesiásticas y de las humanidades, maestro de mártires y mártir gloriosísimo? ¿Quién finalmente se olvidará del caballero cordobés Alvaro Paulo, tambien discípulo sobresaliente de Esperaindeo; del doctor Vicente, á quien este mismo caballero nombra, y en cuyo elogio basta decir que el título de doctor era á la sazon de mucha dignidad en la Iglesia, y que por lo mismo se daba muy raras veces; de aquel eximio abad Sanson, rector de la iglesia de S. Zoil, de quien poco hemos hablado; del sabio Leovigildo, presbítero de la iglesia de S. Ciprian, que tan elocuentes páginas escribió sobre la observancia del trage clerical?

Noviazgos hay que empiezan cuando el novio está con el dómine aprendiendo latín, pasan a través de las humanidades, de las leyes o de la medicina, y no terminan en boda hasta que el novio es juez de primera instancia o médico titular.

Humanidades, bellas letras... ¿Letras? de cambio: todo lo demás es broma. Siquiera un poco de retórica y poesía. , , venga usted con coplas; ¡para retórica estoy yo! Y si por las comedias lo dice usted, yo no las tengo de hacer; traducidas del francés me las han de dar en el teatro. La historia. Demasiadas historias tengo yo en la cabeza.

Ya le entiendo a usted: usted quisiera ser cómico aquí, y así será preciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted el castellano? Lo que usted ve... para hablar, las gentes me entienden... Pero la gramática, y la propiedad, y... No, señor, no. Bien, ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted desgraciadamente el latín, y habrá estudiado humanidades, bellas letras... Perdone usted.

El Ariosto, el Tasso, Petrarca, eran el permanente norte de su emulación. Sin embargo, aun poseyendo el inagotable torrente de inspiración de todos sabido, aun siendo dueño de un muy grande saber de humanidades, de una erudición muy extensa, jamás acertó Lope a componer obra alguna de este tipo que pueda decirse afortunada.

«¡Pero váyase a Leporello con las diferencias entre el estilo adornado y el vehemente y patético! ¿Qué sabe el crítico zorrocloco de humanidades?

A veces funcionaba el telégrafo sub carpetano tan sólo para observar que al padre Fernández se le caía la baba o que al padre Solís se le rodaba el bonete. Por poco versado que el lector esté en humanidades macarrónicas, habrá deducido del diálogo trascrito que aquella mañana se había casado D. Benigno Cordero en la capilla de los Dolores de San Isidro.

Humanidades, teología, cánones, todo lo vencía aquel jovenzuelo con extraordinaria ligereza que asombraba a sus maestros. Le comparaban en el Seminario con los Padres de la Iglesia que habían llamado la atención por su precocidad. Iba a acabar sus estudios muy pronto, y todos le auguraban que Su Eminencia le daría una cátedra en el Seminario antes de cantar misa. Su deseo de saber era insaciable.