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Atacado de una especie de epilepsia ambulatoria corría de su casa a la de Tristán, de aquí al teatro, después al colegio Platónico a prevenir al mayordomo, al inspector y a uno de los pasantes, hombres de toda su confianza, que estuviesen preparados para todo, en seguida al Greco-Latino a hacer lo mismo, más tarde a buscar al marido de su lavandera para entregarle una entrada de paraíso, luego al café de Madrid para ver a Fariñas, su camarero favorito, quien le había prometido tres o cuatro hombres de buenas manos callosas que sonaban como tablas, luego a visitar a un dependiente de la Dalia Azul que había conocido una tarde de merienda en los Viveros.

El que iba delante era un ser raquítico y deforme, cuyos alborotados cabellos rojos aumentaban el volumen de una cabeza enorme; cruel y torva la mirada de los húmedos ojos, parecía lleno de terror y tenía en la mano un pequeño crucifijo que alzaba en alto, como mostrándolo á todos los pasantes.

Y los pasantes del notario, desde el «principal» hinchado de importancia, hasta los escribientillos maliciosos y granujas, la miraban descaradamente. ¿Y la charla desconfiada de los paletos, a cuyos dedos ganchudos costaba tanto trabajo soltar las libranzas y contaban y recontaban las monedas de plata alineadas delante de ellos?

Para la debida compensación de la finura y estrechez del vaso con la altura excesiva de su aparejo, el Flash tenía una zapata o quilla postiza de plomo, sujeta a la verdadera con unas cabillas pasantes. Seguridad completa, absoluta, de no dar, escorando, quilla al sol.

El abogado había envejecido mucho, estaba canoso, y la calvicie se estendía casi por toda la parte superior de la cabeza. Era de fisonomía agria y adusta. En el estudio todo estaba en silencio; solo se oían los cuchicheos de los escribientes ó pasantes que trabajaban en el aposento contiguo: sus plumas chillaban como si riñesen con el papel.

Habían establecido una casa de bebidas y vendían licores y refrescos a los pasantes. Abner era hospitalario, y bebía con todo el mundo por el aliciente de la popularidad y del negocio; a Ingomar comenzó a gustarle el licor y acabó por tomarle excesiva afición.

Por un momento parece que el orden se restablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las calles, que distribuyen latigazos a los pasantes. Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento.

Pero se calló porque la señorita Raynal entraba a su vez en el despacho. El señor Hardoin está ocupado, señorita. Lo , me está esperando... La puerta se había abierto, y el notario dejaba paso a Liette, con gran asombro de los pasantes. Amigos míos, esto huele a quinto acto exclamó el supuesto «boulevardier». El conde no había acudido a la cita del notario sin una secreta aprensión.