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Ejecutada la hazaña, a puntapiés mandó los tristes restos a las esquinas de la habitación, de la cual se retiró sin volver atrás el rostro. Tabaco picado A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura.

Yo también la conocí pronunció Josefina, cuya voz de tiple ascendía al tono sobreagudo. A no me ha saludado... añadió Borrén . No me conoció tal vez... y eso que yo la metí en la Granera... yo la recomendé. ¡Bien dije siempre que había de ser una chica preciosa! Lo que es de otra cosa no entenderé, hombre; pero de ese género.... ¿Qué les pareció a ustedes?

Al desembocar en el campo la alegre multitud, huyeron espantadas unas cuantas gallinas y algunos borregos sucios y torpes patos, que correteaban por allí, y eran los únicos pobladores del mezquino oasis, limitado de una parte por la vetusta tapia, de otra por cobertizos atestados de fardos de vena, y de otra por el taller de cigarros peninsulares, aislado del edificio de la Granera.

De qué manera se las compuso Chinto para lograr su deseo, no hace al caso: lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca más palabras que «Adiós, mujer... vayas muy dichosa». No cabía que Amparo, generosa de suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él: hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo prometió visitar el taller de Chinto: que con venir diariamente a la Granera, no lo conocía aún.

La losa enorme es abandonada; las que más gritaban se escurren por donde pueden; cuando las brigadas llegan a las puertas de la Granera, el motín se ha disuelto, sin dejar más señales de su existencia que dos medianas baldosas, arrimadas al portón, y algunas mujeres dispersas, inofensivas, en medrosa actitud. La Tribuna se porta como quien es

El jefe no juzgaba oportuno por entonces comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.

Discurriendo así, cruzó la calzada y se halló en el patio de la Fábrica, la vieja Granera. Embargó a la muchacha un sentimiento de respeto.

De la cima de un cerrillo que permitía otear todo el patio de la Fábrica, dos hombres apacentaban la vista en aquel curioso cuanto inesperado espectáculo. Uno de ellos rondaba muchas veces las cercanías de la Granera, pero nunca en aquel predio había visto más seres vivientes que canteros picando sillares de granito, y aves de corral escarbando la tierra.

Trataba de estudiar el mecanismo interior de los Pazos: tomábase el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de enterarse de los cultivos, de visitar la granera, el horno, los hórreos, las eras, las bodegas, los alpendres, cada dependencia y cada rincón; de preguntar para qué servía esto y aquello y lo de más allá, y cuánto costaba y a cómo se vendía; labor inútil, pues olfateando por todas partes abusos y desórdenes, no conseguía nunca, por su carencia de malicia y de gramática parda, poner el dedo sobre ellos y remediarlos.

Al verse fuera ya, miró asombrada en torno suyo y halló que una gran multitud rodeaba el edificio por todos lados. No sólo las que estaban dentro, sino otras muchas que habían ido llegando, formaban un cordón amenazador en torno de los viejos muros de la Granera.