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El jefe no juzgaba oportuno por entonces comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.

Entonces, aquel río de furias desgreñadas, aquellas turbas harapientas, atajaron el paso al coche, y sobre las magníficas faldas de las damas, pálidas de sorpresa y medio muertas de miedo, comenzó a caer en lluvia pastosa y sucia el barro arañado de entre los adoquines o cogido en las socavas de los árboles; y empezaron a silbar por el aire trozos de cascote, escuchándose los rugidos de las amotinadas, que vociferaban: ¡Mueran los ricos!

Don Miguel Lucas, condestable de Castilla, defendió en Jaen á los desdichados hebreos con todas sus fuerzas, i desbarató las turbas amotinadas, del mismo modo que el Sol rompe i deshace las nieblas que le estorban derramar sus rayos sobre la tierra.

Pensaba luego D. Luis en la alteza soberana de la dignidad del sacerdocio a que estaba llamado, y la veía por cima de todas las instituciones y de las míseras coronas de la tierra: porque no ha sido hombre mortal, ni capricho del voluble y servil populacho, ni irrupción o avenida de gente bárbara; ni violencia de amotinadas huestes movidas de la codicia, ni ángel, ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismo Paráclito quien la ha fundado. ¿Cómo por el liviano incentivo de una mozuela, por una lagrimilla quizás mentida, despreciar esa dignidad augusta, esa potestad que Dios no concedió ni a los arcángeles que están más cerca de su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la obscura plebe, y ser uno del rebaño, cuando ya soñaba ser pastor, atando y desatando en la tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y perdonando los pecados, regenerando a las gentes por el agua y por el espíritu, adoctrinándolas en nombre de una autoridad infalible, dictando sentencias que el Señor de las Alturas ratifica luego y confirma, siendo iniciador y agente de tremendos misterios, inasequibles a la razón humana, y haciendo descender del cielo no como Elías, la llama que consume la víctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho carne y el torrente de la gracia que purifica los corazones y los deja limpios como el oro?

Y los gritos no cesaban: ¡Vamos a desnudarlas! ¡Mueran los ricos! El momento fue horrible; aquello parecía el choque del hambre con la inconsciente insolencia de la hartura. De repente, una de las amotinadas, que estaba en tercera o cuarta fila, comenzó a dar codazos y empellones pugnando por abrirse paso.