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Y soltó una atrocidad, una indecencia que aturdió por completo al fondista e hizo enrojecer a la marquesa detrás de la puerta, con ese santo rubor que realza tantas veces a los fuertes y castos ángeles de la caridad que sirven en los hospitales, sin asustarles por eso, ni hacerles huir de la cabecera de ciertos enfermos.

Era en vano que la superiora tratase de anonadarle con toda suerte de epítetos como: ¡impío, condenado, miserable, renegado! En vano le gritaba con el acento de la más santa indignación: «¡Tema la cólera del Cielo y de los hombres, usted que ha osado hacer oír palabras mundanas a unos oídos castos, usted que no ha temblado al tocar la mano de una esposa de Dios!

Jamás había hecho tanta sensación ella, la viudita, con el vestido más escandaloso, como Ana con su hábito y su beatería. «¡Qué atrasado, pero qué atrasado estaba aquel miserable lugarón!». Entretanto Ana recobraba el apetito, la salud volvía a borbotones. Tenía sueños castos, tales se le antojaban, sin sujeto humano, como decía Ripamilán, pero dulces, suaves.

Purita Menguado se deleitaba oyendo todo aquello que tenía todavía en cierto modo para ella el encanto de lo desconocido; y digo en cierto modo, porque era una de esas niñas vírgenes que nada ignoran teóricamente, esforzándose en discurrir cuál será en la práctica la aplicación de sus conocimientos poco castos.

Sujetose ella en la coronilla con una correa negra las crenchas de su abundante cabello, porque no era posible repicar y andar en la procesión; no podía peinarse y al mismo tiempo celebrar, entre lágrimas y castos apretones de mano, la santificación de las relaciones que entre ambos habían existido.

Púseme en seguida de rodillas para no oír la continuación de la historia, que prometía ser picante aunque poco a propósito para castos oídos. Traté de reanudar el curso de pensamientos más serios, pero me fue imposible... Apenas me había vuelto a sentar el murmullo llegó a más fuerte. Es el cuarto sombrero desde el mes de junio. ¿De veras?

Y el buen Mosén Jòrdi, que tenía la libertad de lenguaje de los castos, la descarada franqueza de los simples, lamentaba á gritos la locura de estas furias sometidas á su cayado espiritual. ¡Cuándo volverán los que están en el mar, para que tengamos paz!... ¡Cuándo dormirán los hombres en sus casas, para que os hartéis!... La sabiduría hablaba por su boca.

¡Pobre Cristeta! ¡Qué infame abandono! En grandes errores incurre a veces la Providencia: mientras las personas padecen hambre y sed, las bestias de sabrosa carne pastan libres en las montañas, y los arroyos culebrean inútiles por el llano; mientras tantos hombres permanecían castos por fuerza, aquella mujer estaba sola.

Una de aquellas noches de los dúos forzosamente castos, con reservas mentales, abrió ella la puerta, pasó él, y sentados en el sofá lo más cerca que permitían el pudor y el respeto, comenzaron la cantata mil y tantos diciéndose esas eternas frases juntamente dulzonas, picarescas, inocentes, maliciosas, arteras, ingenuas, sinceras y mentidas, muchas veces estúpidas, pero siempre gratas, con que se entretienen y engañan los amantes mientras se prepara la catástrofe del drama a que la Providencia les tiene predestinados.

Currita, deseando despertar la emulación en provecho de los pobrecitos heridos, distribuíalos de esta suerte, y era verdaderamente un encanto, que arrasaba en lágrimas los ojos, ver aquellas tiernas parejas de inocentes doncellitas de quince a veinte años, y castos mancebitos de veinte, treinta y hasta cuarenta, sacando hilas del mismo trapito, sosteniendo por lo bajo pláticas caritativas que les animaban a la santa obra, todo, por supuesto, bajo la inspección de la angelical condesa de Albornoz, que iba de un lado a otro distribuyendo las parejas, repartiendo los trapitos, recogiendo en bandejas de plata, ayudada de sus micos, la obra ya hecha; animando a los perezosos con una sonrisa, enfervorizando a los tibios con una palabra, prendiendo por todas partes el fuego de caridad que la abrasaba a ella misma.