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El hebreo, vuelto a la tierra natal de sus abuelos, iba coleccionando en una pieza de la escuela recuerdos de la Inquisición, con la minuciosidad vengativa de un prófugo que fuese reconstituyendo hueso por hueso el esqueleto de su carcelero. En un armario alineábanse libros en pergamino, relatos de autos de fe y cuestionarios para interrogar a los reos durante el tormento.

En una librería alineábanse los tomos de las Sesiones del Senado, juntos con memorias, estadísticas y aranceles; volúmenes imponentes por el tamaño, impresos a expensas del Estado.

Enormes cajones de madera gris montados sobre ruedas y con dos puertas levadizas alineábanse a docenas, aguardando la buena época de las expediciones, o sea las corridas del verano. Estos cajones habían viajado por toda la Península llevando en su interior un toro bravo hasta una plaza lejana y volviendo de vacío, para alojar en sus entrañas otro y otro.

En una de estas salidas, un viernes por la tarde, Gallardo, que iba camino de la calle de las Sierpes, sintió deseos de entrar en la parroquia de San Lorenzo. En la plazuela alineábanse lujosos carruajes. Lo mejor de la ciudad iba en este día a rezar a la milagrosa imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder.

Una verja cerraba la columnata, y por entre sus hierros veíase todo el cementerio como un frondoso jardín. Los cipreses, esbeltos y elegantes, alineábanse a lo largo de las avenidas. En el espacio comprendido entre sus troncos agrupábanse altos rosales de hermosa vejez.

Junto a los tabiques de la cubierta de paseo alineábanse los sillones de los pasajeros, pero con una alineación caprichosa, mostrando en lo alto de los respaldos los nombres de sus dueños escritos en tarjetas. Esta rotulación parecía darles una personalidad, un alma. Permanecían agrupados o solos, tal como los habían dejado sus poseedores el día anterior.

Era el faro del Cerro; el monte que al ser visto por los primeros navegantes españoles dio, según la tradición, su nombre a la ciudad. Las luces se iban extendiendo profusamente. Alineábanse en dobles filas, indicando el trazado de los bulevares exteriores; otras más débiles punteaban con rangos superpuestos la negra masa de los edificios.

La masa blanca del caserío partíase más allá del puente de Segovia, y una línea metálica, una barra horizontal y negra, unía los dos lados de este corte: era el Viaducto. Madrid, visto desde allí, parecía una capital portentosa, una imponente metrópoli. Entre el azul del cielo y el verde de los árboles alineábanse las más solemnes manifestaciones de su vida, sus más poderosas grandezas.

Alineábanse los vehículos, y las bestias recibían inmóviles la lluvia, que goteaba por sus orejas, su cola y los extremos de los arneses. Los conductores refugiábanse en una tabernilla cercana, la única puerta abierta en todo el barrio de los Cuatro Caminos, y aspiraban en su enrarecido ambiente las respiraciones de los parroquianos de la noche anterior.

En un pabellón estaba la capilla, cerrada muchos años, con una espadaña de hierro en el tejado, de la cual pendían dos campanas cubiertas de herrumbre. El pabellón opuesto servía de habitación al conserje, y en una ventana de medio punto alineábanse macetas de flores bajo una cortina de tonos alegres que la brisa hacía ondear.