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En la historia universal, desde Troya hasta ahora, el amor ha jugado un papel importantísimo, usurpando con frecuencia su lugar a la majestad de la lógica para llevar por el mundo el soplo de la locura. Los investigadores e intérpretes de la historia antigua y moderna debían atenerse siempre al popular aforismo francés: «Cherchez la femme».

Después de besar repetidas veces las heladas mejillas de la pobre niña, dieron por terminada su piadosa obra. Allá, en lo más hondo de la casa, sonaban gemidos de hombres y mujeres. Era el triste lamentar de los padres, que no podían convencerse de la verdad del aforismo angelitos al cielo, que los amigos administran como calmante moral en tales trances.

En lo interior el edificio servía para probar prácticamente un aforismo que ya conocemos, por haberlo visto enunciado por la misma Marianela; es, a saber, que ella, Marianela, no servía más que de estorbo. Frecuentemente se oía: ¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!... También se oía esto: Vete a tu rincón.... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.

Y este aforismo, aprendido de la boca de venerables patriarcas del toreo en tardes de desgracia, le comunicó un deseo irresistible de cantar, poblando con su voz el silencio de la calle solitaria.

¡Eh! murmuró uno con la misma viveza que si le hubiera picado una culebra. ¡Qué blasfemia ha dicho usted! En esa especie de aforismo, solo se compendia una de las muchas vulgaridades que se repiten en este país, por quien no lo conoce. Que pruebe que las mujeres aman dijo uno. Que nos demuestre que los pájaros cantan gritó otro. Pues que justifique que las flores huelen balbuceó un tercero.

Decía así: «El amor que entra por los ojos, se escapa por los ojos, porque, los ojos son dos ventanas que están siempre abiertas. El amor que se refugia en el alma, en el alma queda, porque el alma es una torre cerrada.» Y al inventar el aforismo, recordó a Bob el enano. Con ser un sabio, él la había engañado miserablemente, favoreciendo su desgraciado casamiento con el príncipe de Marruecos.

Abría la boca para articular una sílaba: ya había dicho una sentencia. ¿Pedía la teta? Aquello era, según la opinión del astrólogo, un incomprensible aforismo. Pasaban dos, cuatro y seis años, y con la edad crecía la fama del joven Orejoncito. ¿Sabe usted lo que he visto, señora Nicolasa? decía el farmacéutico un día con cierto tono de misterio que asustó á la buena mujer.

señor; es un aforismo médico: ubi irritatio ibi fluxus. ¡Perfectamente! ¡Ubi irritatio... justo, ibi... fluxus! ¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo el otro, el clero, el jesuitismo... pero, ¿y este? ¿quién representa esta nueva influencia... esta nueva irritatio que pudiéramos decir?... Pues es bien claro. Nosotros.

Y Dios bendijo la unión de los reyes Fénix e Isaura, colmándoles de hijos y prometiéndoles una vida tan larga que, si no han muerto han de vivir todavía. Observando la felicidad de sus hijos Cristela llegó a ser una viejita muy pulcra, que hilaba para sus nietos de la mañana a la noche en una rueca de plata. Mientras hilaba inventó un aforismo que haría enseñar en todas las escuelas del reino.

Su amo no quiso estimar el aforismo; en Inglaterra asentó sus fundamentos Antonio Pérez; quiso hacerlo igualmente en Francia, sin hacerse oir de Enrique IV, y al recomendarlo por cuarta vez para su patria, razonaba: «Porque Francia no tiene imperio en el mar, es poco de temer, mayormente con la inconstancia y desasosiego de sus naturales.