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En ellas se lee egoísmo, concupiscencia y vanidad. Hizo el enano una pausa para que Cristela se sondara a misma, y Cristela descubrió que el enano tenía razón. Estaba ella triste porque su curiosidad de mirar las almas la había desengañado de hombres y cosas. Y Bob le observó: A ti, Cristela, los rostros te sonríen como rosas, blancas, amarillas y encarnadas.

Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada tan despreciativa, que a no llevar Bob puesta su cota de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en dos mitades como la espada de un gigante. ¿Cómo se atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella, Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y sus alrededores, tuviera una mala costumbre?... Verdad que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse la nariz, comerse las uñas y empujar con el dedo la comida servida en el plato... Pero todas fueron corregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera la reina, su agusta madre.

Cristela contestó: Quiero consultarle, buen hombre. Mi padre el rey me manda que elija un marido. ¿Miraré el rostro o el alma de los candidatos? El caso debía ser peliagudo, porque Bob se tiró de la barba un buen rato, respondiendo al cabo: Para casarse, casarse por amor... El amor entra por los ojos y se alberga en las almas... Haz lo que te parezca, Cristela. Así contestó el malicioso enano.

Cristela se sintió perpleja. ¿Cómo debía elegir marido, sólo por el rostro, o también por el alma? ¡Era tan grave esto de decidirse por un compañero para toda la vida!... Pensó entonces que lo mejor fuera consultar a Bob el enano, puesto que tanto sabía. Y le llamó con los más íntimos deseos de su corazón... Bob vino y le dijo: ¿Qué quieres, Cristela?

El verano enviaba todos sus rigores, y en una noche de luna, la señora Moreno, con sus rasgados ojos, sonrosada y bonita como siempre, estaba sentada en la plaza disfrutando el perfumado incienso de la brisa de la montaña, y de otro incienso no tan puro ni tan inocente, pues a su lado estaban sentados el coronel Estrella y el juez Roberto Bob, y un turista recién agregado a la reunión.

¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero? dijo Godfrey, trémulo de rabia . No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.

Sin inmutarse, continuó el enano: Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos se conocen. Y repitió: Yo, Bob el enano, por qué estás triste, Cristela... Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido yo que me lo diga

Bob obedeció y Salomón entró tocando, porque por nada del mundo quería detenerse a mitad de un aire. Aquí, Salomón dijo el squire con un tono alto y protector . Aquí, mi viejo. ¡Ah! ya sabía yo que tocabais «El pequeño labrador de cabellos rubios». No hay aire más hermoso.

Hizo Bob una irónica y profunda reverencia y desapareció, tragado por la tierra. Reconociendo la utilidad del consejo de Bob, Cristela lo siguió escrupulosamente. No volvió ya a mirar las almas.

¡No mires más las almas, Cristela, sino los rostros! insistió Bob. Los rostros bellos encantan por su belleza; en los feos hay inteligencia y audacia... Conténtate con la máscara, gózate de su mueca y su pintura; pero no penetres en los sentimientos y las ideas. Tal es el desinteresado consejo de tu amigo Bob el enano.