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¡No mires más las almas, Cristela, sino los rostros! insistió Bob. Los rostros bellos encantan por su belleza; en los feos hay inteligencia y audacia... Conténtate con la máscara, gózate de su mueca y su pintura; pero no penetres en los sentimientos y las ideas. Tal es el desinteresado consejo de tu amigo Bob el enano.

Cristela se sintió perpleja. ¿Cómo debía elegir marido, sólo por el rostro, o también por el alma? ¡Era tan grave esto de decidirse por un compañero para toda la vida!... Pensó entonces que lo mejor fuera consultar a Bob el enano, puesto que tanto sabía. Y le llamó con los más íntimos deseos de su corazón... Bob vino y le dijo: ¿Qué quieres, Cristela?

Su cabeza calva se le caía sobre el pecho, por el enorme peso de la corona. Y la vejez, antes había aguzado que disminuido su celo casamentero... Fue así que dijo a Cristela: Casa cuanto antes a tu hijo, Cristela, si no quieres que se corrompa en las tentaciones de la corte. Como eres una madre ejemplar, premio yo tu conducta dándote plena libertad para que lo cases a tu guisa y criterio.

Festejando el raro consorcio de ambas bellezas, Cristela quiso llamarle el príncipe «Unico»... Pero con mucha cordura pensó luego que el nombre de «Unico» se prestaría un poco a las chungas de los liberales y demócratas... Deseosa de librar al niño hasta de la sombra de este pequeño ridículo, le llamó entonces el príncipe «Fénix». Y con tal nombre lo bautizó el gran cardenal arzobispo de palacio, oficiando ayudado por veintitrés monaguillos.

Y desapareció enseguida para no verse en el apuro de responder más clara y categóricamente. Cristela daba vueltas y más vueltas en su imaginación la sibilina respuesta del enano, y no la comprendía. «El amor entra por los ojos... pensaba. Esto quiere decir que es el rostro lo que enamora.

Pero las almas son siempre rosales llenos de espinas... ¡Mira las rosas y no toques los rosales! «Es verdad pensó Cristela. El rostro es la flor, el alma es la planta. Flores hermosas como el jacinto, el clavel y la orquídea, provienen de plantas pequeñas y miserables. El arbusto de la rosa es mediocre y espinado.

Y Dios bendijo la unión de los reyes Fénix e Isaura, colmándoles de hijos y prometiéndoles una vida tan larga que, si no han muerto han de vivir todavía. Observando la felicidad de sus hijos Cristela llegó a ser una viejita muy pulcra, que hilaba para sus nietos de la mañana a la noche en una rueca de plata. Mientras hilaba inventó un aforismo que haría enseñar en todas las escuelas del reino.

Por esto, una noche se le apareció a Cristela un enano de largas barbas blancas, uno de esos enanos que trabajan los metales en el seno de la tierra... Y le dijo: Yo por qué estás triste, Cristela. Cristela repuso, displicente: Muy curioso sería, caballero, que usted supiese más de lo que yo de misma.

Y no necesitó más darse colorete a las mejillas, porque ellas recuperaron su natural carmín. Al verla por fin tranquila y alegre, el rey su padre le dijo un día: Cristela, ya tienes edad de casarte y debes elegir un marido sin tardanza. Recuerda que eres mi única hija y que yo soy un anciano.

Sin inmutarse, continuó el enano: Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos se conocen. Y repitió: Yo, Bob el enano, por qué estás triste, Cristela... Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido yo que me lo diga