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Actualizado: 8 de julio de 2025
Como si la oyera, apareció una última vez Bob y le dijo: ¿De qué te quejas, Cristela?... Ningún mortal puede ser del todo feliz, y tú has pagado, con la desgracia de tu juventud, la felicidad de tu vejez. Debes estar contenta.
Vieron así llorar a Cristela de día y de noche... Eran tan buenas como curiosas esas cigüeñas. Compadeciéndose de la princesa, resolvieron hacerle un regalo para que se distrajese. Y, ya que era casada, trajéronle de París un hijito, en una canasta de mimbre. Al recibirlo, Cristela olvidó su pena dando un grito de alegría.
Su único consuelo era pensar en el chasco que se llevaría el pícaro ladrón. Cristela sabía, pues, que si su padre la amenazaba pegarle con el cetro de oro macizo, es porque se hallaba dispuesto, no precisamente a pegarle, pero sí a tomar una resolución extrema. La resolución sería casarla con el primer príncipe que llamara a la puerta del palacio en una noche de lluvia, pidiendo alojamiento...
En cambio, pobres e insignificantes son las flores del laurel, el roble, la palma, la encina, de todas las plantas más grandes, fuertes y nobles.» Penetrada pues de la perspicacia del enano, clavóle Cristela sus ojos azules con sorpresa y hasta con benevolencia. Sus ojos azules parecían preguntar cómo pudiera curarse su mala costumbre de arrancar las rosas de los rosales...
Cristela contestó: Quiero consultarle, buen hombre. Mi padre el rey me manda que elija un marido. ¿Miraré el rostro o el alma de los candidatos? El caso debía ser peliagudo, porque Bob se tiró de la barba un buen rato, respondiendo al cabo: Para casarse, casarse por amor... El amor entra por los ojos y se alberga en las almas... Haz lo que te parezca, Cristela. Así contestó el malicioso enano.
Cristela le repuso: Haz de cuenta que sus pecas son las monedas de oro de su dote. El príncipe Fénix añadió: Su pelo es rojo y su cuerpo parece agobiado...
Y cavilando sobre el resultado de sus gestiones, Jacobo pensaba: No cabe duda. Ellos son unos zonzos, los tres, ¡pero yo soy el más zonzo de todos! Había una vez una princesa que se llamaba Cristela y estaba siempre triste.
Cristela paró la rueca, suspiró, y repuso, con más tristeza que amargura: ¿Para qué te sirve entonces tu sabiduría, Bob? ¡Linda cosa es ser sabio! Bob se sonrió, tirose de la larga barba blanca, como acostumbraba, y dijo: Ser sabio... es tener el derecho de equivocarse.
Como si no advirtiera el desvío de la princesa, dijo todavía el enano: Estás triste, Cristela, porque tienes una mala costumbre...
No tiene esto último nada de extraño si se considera que sólo en un cuento modernista puede llamarse «Cristela» una princesa, y que las princesas de los cuentos modernistas generalmente están tristes. Lo que sí era extraño es que Cristela ignoraba la causa de su tristeza... Mas nunca falta quien nos endilgue las cosas desagradables que nos atañen.
Palabra del Dia
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