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Actualizado: 26 de junio de 2025


¡Cómo! ¿aun cuando no entraras en el convento rehusarías su mano? ¡Ah! exclamó la vizcondesa , ¡aquí hay gato encerrado!... ¡ amas a otro! ¡ amas a otro! repitió la señora de Aymaret sin sospechar qué torturas imponía a su amiga. Tal vez murmuró Beatriz. ¿No hay esperanzas, pues? Beatriz respondió melancólicamente por un negativo signo de cabeza. ¿No puedo saber quién es?

Después de haber respondido casi alegremente a las preguntas sobre su viaje se dirigió a la vizcondesa: Querida amiga mía le dijo , aún voy a abusar otra vez de su amistad... Tengo que pedirle un consejo. No cómo después de lo pasado, es usted todavía tan magnánimo como para tomarme por consejera replicó aquélla con tristeza.

Algunas veces... sin duda murmuró la vizcondesa , esa idea ha pasado por mi cabeza... Pero, ¿cómo aceptarla?... ¿Cómo suponer que una decepción, por amarga que ella sea, haga caer a un hombre...? Titubeó un momento. ¡Tan bajo!... dijo Pierrepont, terminando la frase . ¡Pero, por Dios, señora, usted ha sido mi confidente... en esa terrible hora de mi vida!

Excúseme usted si le interrumpo exclamó la vizcondesa , pero puedo dar a usted garantías a este respecto... Ayer mismo he visto a Beatriz, y como la conversación recayese sobre su regreso de usted, me dijo aquélla que, después de haber pensado mucho, había resuelto no hacer jamás aquella confidencia a su marido, porque consideraba que eso sería, de una parte, turbar gratuitamente su reposo, y, por la otra, faltar a la delicadeza por lo que a usted se refiere.

Concluido el almuerzo, abandonamos la mesa y nos dirigimos al parque. Me quedé algo atrás con la Vizcondesa y le dije: Dígame, señora: ¿sigue usted creyendo que con la religión y los buenos principios no existen peligros para un matrimonio desproporcionado? Calle usted replicó, que se acerca el general.

El marqués la contemplaba con mirada incierta, aun dudando todavía, pero la confidencia que acababa de brotar del corazón y de los labios de la vizcondesa tenía tal sello de verdad, que por misma se imponía; así lo comprendió rápidamente el marqués, y tomando con efusión las manos de la de Aymaret, mientras se sentaba delante de ella abrumado y confuso: ¿Es posible?... le dijo . , yo que nunca falta usted a la verdad... ¡Oh! que Dios le premie el bien que me ha hecho usted... ¡Oh! ¡cuan agradecido le estoy!... ¡No me da usted la dicha, ay!... pero al menos me devuelve carácter y honra.

Aquel día visitamos la cascada de Queureiels y la de Vernière. Enrique se aproximó con frecuencia a Cecilia, que daba siempre el brazo a su esposo o a su madre, y cuando hablaba se dirigía a . Por la noche leyó al general los periódicos, le despachó el correo oficial y estuvo escuchando, con una atención digna de mejor suerte, dos largas disertaciones de la Vizcondesa.

El marqués debía partir dentro de tres o cuatro días, el sábado 6 de mayo, día fijado para la salida del vapor a cuyo bordo tenía ya su pasaje, prometiendo a la vizcondesa en su visita de despedida que desde Nueva York le pondría un telegrama anunciándole su llegada, y como se pusiese de pie para dejarla, la amable señora le presentó sus frescas mejillas cubiertas de rubor, diciéndole simplemente: Bese a su hermana.

La vizcondesa lanzó un ligero grito, titubeó un momento, mas advirtiendo que se hallaba demasiado lejos de la habitación para ser oída, arrodillóse delante de la joven desmayada e hízole respirar su frasquito de sales, prodigándole al mismo tiempo dulces palabras. Beatriz volvió lentamente a la vida, y mientras se levantaba desconcertada y atónita: ¿Qué he tenido? murmuró en débil voz.

Entretanto había llegado a la vista de las Loges; el marqués paróse un momento, y tocando la mano a la vizcondesa, le dijo con acento conmovido: No si tendré tiempo de ver a usted antes de mi partida... hasta la vista, pues... ¡mil y mil veces gracias! ¡Dios mío! ¿gracias de qué? De su leal amistad... hasta la vuelta... ¡Hasta la vuelta!

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