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Actualizado: 26 de junio de 2025


Pierrepont de pie, inmóvil, mudo, asistía en la penumbra del palco a esta breve escena. Por fin, decidióse a ir al encuentro de la vizcondesa que permanecía en el saloncito; la interesante dama se había sentado en un diván y respiraba con dificultad cual si una mano de gigante le oprimiera el corazón.

Al día siguiente estaba en Glion, y dos después, la vizcondesa, cuyo marido hallábase restablecido, llegó a París trasladándose en seguida a Bellevue. Al verla entrar en su salón, la mujer del pintor lanzó un débil grito: «Elisa», y juntó sus manos dirigiéndole una mirada suplicante. La señora de Aymaret le abrió los brazos, arrojándose en ellos Beatriz con sollozos desgarradores.

Sea como quiera, es lo cierto, que la vizcondesa de Aymaret constituía para la señorita de Sardonne, tan sola, tan abandonada, un consuelo y una confidente de impagable precio: sólo delante de ella abandonaba alguna vez Beatriz su máscara impasible dejando correr sus lágrimas... Y, sin embargo, aun para ella guardaba su corazón un secreto.

Traté de reír, para que el general no reparase en la turbación de la Vizcondesa, que parecía herida por un rayo. Mire usted, mire usted prosiguió el general dando nuevamente libre acceso a su risa. La Vizcondesa no ríe... está desconcertada... y es que se reconoce culpable. ¡Oh! muy culpable murmuré interiormente. En aquel instante bajó Enrique, y poco después Cecilia.

Se besaron, y la vizcondesa se alejó. Beatriz subió a las habitaciones de su marido para vigilar los preparativos del viaje. La doncella le participó que Fabrice había ido a París, pero que volvería para comer. La mujer del pintor pasó el resto del día vagando por el jardín. Hacia la noche entró en el taller.

Y todavía aún la hubiera amado porque era honrada, por ese atractivo inexplicable que para todo humano inmortal tiene el prohibido fruto; la habría también amado por un impulso de generosa simpatía, porque mejor que a nadie eran notorias a Pedro las íntimas tristezas de la vizcondesa.

¡Si cometiese semejante falta replicó la señora de Aymaret riendo , no sería una prudente mujercita!... Caía la tarde y las dos amigas se despidieron. Pero Elisa vino a ver a Beatriz con frecuencia hasta tanto que pareció ésta a la vizcondesa más calmada.

¡Gracias! ¡gracias! le dijo ésta . ¡Hacía dos meses que no lloraba! Y cuando se hubo calmado un poco: ¿Te lo ha dicho todo? Todo. Hizo que la vizcondesa se sentara. ¡Bueno!... ¿Y qué piensas ? ¡Yo ya ni pensar puedo! Piensa respondió la señora de Aymaret que es necesario tocar todos los resortes para salvar la vida de tu marido. ¡Eso es imposible... él no querrá! ¿Quién no querrá?

Señor de Pierrepont exclamó la vizcondesa, oprimiendo el brazo del marqués ; por todo lo que más quiero y lo que más respeto; por todo cuanto hay de más sagrado, le juro... ¿me oye usted? le juro que Beatriz es inocente de lo que la acusa. ¡Sin duda, se lo ha dicho ella! murmuró Pierrepont sonriendo con amargura.

Vuelvo la cabeza y me veo a la vizcondesa de Mazorca. ¡Pero vizcondesa! ¿es usted? Me informo de la salud del vizconde y de los niños y de buenas a primeras me dice con mucha gracia: «Araceli, por ser día señalado le regalo este bolsillitoMiro el bolsillo y veo que es el mío, que había dejado olvidado sobre la silla.

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