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Humboldt, refiriéndose a las tradiciones religiosas de los indios respecto al origen del Salto de Tequendama, dice así: «Según ellas, en los más remotos tiempos, antes que la Luna acompañase a la Tierra, los habitantes de la meseta de Bogotá vivían como bárbaros, desnudos y sin agricultura, ni leyes, ni culto alguno, según la mitología de los indios muíscas o moscas.

Las sensaciones intensas que nos habían dominado por algunas horas, el profundo asombro que aún estremecía el alma por instantes, nos dieron una laxitud tal, que al llegar a la hacienda de Tequendama, nos desmontamos, y encontrando en un corredor algunas pieles, nos tendimos sobre ellas, quedándonos casi instantáneamente dormidos.

Cerca de Bogotá están las cataratas de Tequendama, más altas que las del Niágara aunque menos caudalosas: fenómeno maravilloso que es digno de una visita. Al hablar de sus mentadas riquezas y bellezas naturales, no hay que olvidarse de las interesantes ruinas de la civilización precolombina. La educación en Colombia está a cargo del ministro de instrucción pública.

Cascadas del Niagára y Tequendama Donde el agua de un mundo se derrama Para apagar de América la sed! Amazonas, Ontario, bello Plata, Donde la vírgen pura se retrata En la márgen bañándose los pies! Pampas inmensas, selvas olorosas, Del Andes cordilleras orgullosas Que corona la ardiente cruz del Sud!

La catarata. Al pie de la cascada. La profanación del Niágara. El Niágara y el Tequendama. Regreso. El Hudson. Conclusión. No me era posible pensar en excursiones; el tiempo me faltaba. Pero hay una que se impone moralmente a todo el que pisa el suelo de los Estados Unidos; la visita al Niágara.

A esta simpática república presta preferentísima atención el autor: no sólo se ocupa de su historia, describe a su capital, sino que pinta a la sociedad bogotana, sin olvidar como lo ha dicho M. Groussac el obligado párrafo sobre el Tequendama.

He pasado seis meses en Bogotá; no si una vez más volveré a remontar el Magdalena y a cruzar los Andes al monótono paso de la mula; ¡pero, si el destino me reserva esa nueva peregrinación, siempre veré con júbilo los puntos de la ruta que conduce a la ciudad querida, cuyo recuerdo está iluminado por la gratitud de mi alma! El Salto de Tequendama. La partida. Los compañeros.

Son Emilio Pardo, tan culto, tan alegre y simpático; Eugenio Umaña, el señor feudal del Tequendama, en una de cuyas haciendas vamos a dormir, caballeroso, con todos los refinamientos de la vida europea por la que suspira sin cesar, músico consumado; Emilio del Perojo, Encargado de Negocios de España, jinete, decididor, pronto para toda empresa, con un cuerpo de hierro contra el que se embota la fatiga; Roberto Suárez, varonil, utópico, trepado eternamente en los extremos, exagerado, pintoresco en sus arranques, incapaz de concebir la vida bajo su chata y positiva monotonía, apasionado, inteligente e instruido; Carlos Sáenz, poeta de una galanura exquisita y de una facilidad vertiginosa, chispeante, sereno, igual en el carácter a un cielo sin nubes; Julio Mallarino, hijo del dignísimo hombre de Estado que fue presidente de Colombia, espiritual, hábil, emprendedor, literato en sus ratos perdidos; Martín García Mérou, meditando su oda obligada al Salto, y por fin, yo, en uno de los mejores instantes de mi espíritu, nadando en la conciencia de un bienestar profundo, con buenas cartas de mi tierra recibidas en el momento de partir y con la tranquilidad que comunican los pequeños éxitos de la vida.

¡O mi soberbio Tequendama, dónde estás, con tu acceso difícil, tus bosques vírgenes, tus sendas abruptas, tus rocas salvajes! Heme instalado en un hotel trivial, el más próximo a la caída. Consulto mis instrucciones y recuerdos y hago mi plan.

Y en medio á sus fusiles Y bayonetas viles Su caballo dejó. En el parte de la batalla de don Cristóbal se leen las siguientes palabras: «El valiente coronel don Zacarías Álvarez dejó su caballo muerto sobre las bayonetas enemigasCito de memoria. Cascadas del Niágara y Tequendama.