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Actualizado: 25 de junio de 2025


A estos comentarios en voz baja se unían las exclamaciones laudatorias de algunas viejas, adorando con sus ojos á la victoriosa. «¡Qué simpática!... Una gran señora. ¡Y tan bella!... ¡Que la suerte le acompañeSe movió un hombro negro sobre el cual asomaba su cabeza el príncipe, y éste vió la cara de Spadoni junto á sus ojos.

Volvieron finalmente á la luz, una luz esplendorosa que entraba por tres puertas abiertas sobre una terraza vecina al barranco. Era el hall de la «villa», adornado con telas y divanes indostánicos. El príncipe reconoció que Spadoni no estaba mal instalado en «su tumba». Un gran piano de cola era el único mueble que se mantenía limpio en esta pieza invadida por el polvo.

Spadoni veía el Gaviota II, palacio á hélice, que, cuando anclaba en el gracioso puerto de La Condamine, parecía llenarlo por entero, empequeñeciendo el yate del príncipe de Mónaco y los de los millonarios americanos; alcázar de Las mil y una noches rematado por dos chimeneas, que paseaba por todos los mares del planeta sus gabinetes con fuentes y estatuas, su biblioteca enorme, su salón de fiestas con un estrado-escenario en el que cincuenta músicos, muchos de ellos célebres, daban conciertos para un solo oyente visible, el príncipe Miguel, medio tendido en un diván, mientras la brisa de los trópicos entraba por las altas ventanas, acariciando las cabezas de los oficiales y altos empleados del buque que se agolpaban en sus alféizares.

Spadoni, como si fuese el dueño de tales riquezas, las fué metiendo en un cestillo de mimbre. Temblaba de emoción. Iba á pasar entre los curiosos sosteniendo contra su pecho el tesoro, lo mismo que otras noches había visto pasar á su grande hombre con aire de vencedor. ¡Qué valían al lado de esto los aplausos que llevaba recibidos como pianista!... Unos manos ávidas le arrebataron el cestillo.

A Spadoni le era imposible imitar la atención del príncipe y de Castro. ¿Qué podía importarle la llamada estrella tricolor? Los millones de millones de leguas de que hablaba el sabio despertaban su bostezo; y por una asociación de ideas, se dedicaba á jugar mentalmente, suponiendo que acertaba cincuenta veces seguidas, siempre doblando.

¡Ha muerto!... ¡Murió hace un mes! Y le mostró un pequeño papel azul: un telegrama de Madrid, llegado media hora antes. Spadoni, después de saludar á Novoa en la plaza del Casino, habló de los ensueños que agitaban sus noches y de sus decepciones al despertar. Usted tiene la culpa, profesor.

De pronto, una voz ruda cortó el regocijo general. ¡Banco! La voz del griego. Se había sentado á la derecha de Spadoni con el aire enfurruñado del que contempla una enorme injusticia y cree necesario repararla. No podía tolerar que este personaje grotesco ocupase el mismo sitio donde él era admirado todas las noches.

Está haciendo un balance de mi situación, cobrando á unos, pagando á otros, pues, según parece, yo tenía muchas deudas. A los millonarios nadie les exige con premura el pago de lo que deben... En fin, tendré que vivir como un príncipe arruinado, con trescientos mil francos al año; tal vez más... tal vez menos. No . Castro y Spadoni hicieron un gesto nostálgico al oir dicha suma.

Y con los codos se abrió paso entre la muchedumbre, despegándose de la espalda de Spadoni, que seguía con ojos de hipnotizado los tesoros crecientes de la duquesa. Lubimoff dió un paseo por el salón. Despreciaba el egoísmo de Alicia, pero carecía de fuerzas para marcharse. Necesitaba estar cerca de ella; quería convencerse de hasta dónde podía llegar su insensibilidad.

Entonces, ¿nosotros...? preguntó melancólicamente el músico. Nosotros estamos abajo y hemos nacido para víctimas. El juego es una imagen de la vida: los fuertes triunfan sobre los débiles. Spadoni quedó pensativo. Yo he visto dijo jugadores ricos que acaban arruinándose como los demás...

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