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Actualizado: 25 de julio de 2025
Así como iban llegando á los últimos límites del desaliento y la desesperación, se encogían y arrugaban. Su sombrero se hacía más grande: cada día bajaba más, hasta descansar en las orejas; el cuello de la camisa se dilataba igualmente, como si fuese á dejar escapar un pecho angustiado. Durante el almuerzo, Lewis, Castro y Spadoni sostuvieron la conversación.
Dos jugadores habían solicitado la banca: el célebre griego y un industrial de París que se estaba enriqueciendo fabulosamente con la fabricación de material de guerra. Spadoni su presentó también, llevando en un bolsillo los quince mil francos necesarios para tomar la banca. Había que echar suertes entre los tres solicitantes.
La duquesa, inmóvil á sus espaldas, parecía comunicarle su fe. Hizo varias tallas, siempre ganando, y al aumentar considerablemente el dinero de la banca, se excitó la codicia de los jugadores. Los que rieron de la torpeza de Spadoni fruncían ahora las cejas con un interés agresivo, tomando parte en el juego. Así como aumentaba el capital, eran más gruesas las puestas.
El terrible griego estaba allí, y á pesar de la admiración que Spadoni tributaba á su gloria, lo trató con implacable hostilidad. «¡Banco!», dijo al verle en su silla de banquero con quince mil francos delante. Y al presentar sus cartas, «abatió nueve», mientras el pobre Spadoni sólo tenía cinco. ¡Adiós los quince mil!
Algunas mañanas tomaba el tranvía á primera hora para ir á Mónaco y continuar sus estudios en el Museo. En cuanto á Spadoni, nunca se levantaba antes de mediodía, y muchas veces el coronel golpeaba su puerta para que no llegase con retraso á la mesa del almuerzo. Sólo se duerme al amanecer dijo Atilio . Pasa la noche consultando sus apuntaciones sobre la marcha del juego.
Era una vecina que prestaba sus servicios á Spadoni cuando se quedaba en la casa. La presencia de un visitante representaba para ella un acontecimiento. Sí que está dijo . ¿No oye usted? Lubimoff oyó, efectivamente, amortiguado por los gruesos muros, el tecleo de un piano.
Sus abuelos habían sido piratas en el Archipiélago, y él, viendo cortada esta carrera heroica, hizo el contrabando en su juventud. Spadoni, algo intimidado por la majestad del grande hombre, balbuceaba excusas con los ojos fijos en su pechera brillante ornada de perlas y en el chaleco de seda gris que cubría su recio vientre.
Al empezar el almuerzo, había notado el coronel en el rostro de su príncipe la preocupación de una idea fija. Hablaba preferentemente con el profesor Novoa, asombrándose de la exigua retribución que le valían sus estudios. Castro y Spadoni sólo atendían á los platos. Ya no eran obra de un cocinero famoso al que daba el príncipe Miguel el sueldo de un presidente de Consejo de ministros.
Esta mujer, dominada por su quimera, iba á olvidar el objeto de su visita, divagando sobre los caprichos posibles de la suerte, como Spadoni ó como el mismo Castro. ¿Y qué deseas de mí? Alicia pareció despertar, y otra vez su sonrisa fué audaz y graciosa, como al principio de la entrevista, una sonrisa de solicitante que llega con la firme voluntad de conseguir lo que quiere.
En la explosión de su dolor, debía habérsele escapado á Alicia una parte de su secreto delante de Valeria y ésta se lo habría hecho saber á Novoa. Luego hablaron del aislamiento en que vivía la duquesa. Hace un mes que nadie la ve dijo Spadoni . Las gentes empiezan á olvidarse de ella; muchos creen que se ha marchado.
Palabra del Dia
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