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Actualizado: 5 de junio de 2025
Será á cuenta de los veinte mil que te debo. No; á cuenta, no: será un regalo. Tú que tanto diste á las mujeres, deja que sea yo la primera que costee tus necesidades. ¡Qué lujo! Yo «entreteniendo» al príncipe Lubimoff... Habían ocupado un carruaje, que empezó á descender la cuesta hacia el puerto de La Condamine. ¡Cómo nos mira la gente! dijo Alicia . Van á creer que te rapto.
El odio, la repugnancia, la indignación por la dicha ajena, hicieron detenerse al príncipe. ¿Para qué seguirlos?... Podían volver la cabeza y verle. Se avergonzó al pensar en un encuentro. ¡Miserables!... Debía existir alguien en lo alto que castigase estas cosas. Y se alejó de ellos, caminando hacia el otro extremo del paseo para bajar al puerto de La Condamine.
Los automóviles resbalaban como diminutos insectos por la cuesta que desciende á La Condamine. Entraron en una avenida asfaltada, entre dos masas de estrechos y tupidos jardines, que conduce al Museo Oceanográfico. ¡Míralos! dijo Alicia con expresión triunfante, al mismo tiempo que daba con un codo al príncipe.
Este pasó de nuevo junto á la tumba, pero sin verla ni acordarse del incógnito general. ¡Castro se había ido!... ¡Castro quería hacerse soldado!... Luego de seguir el camino descendente de los Monegetti hasta la plaza de Armas de La Condamine, tomó la avenida de suave pendiente que sube hasta Mónaco. Esta marcha le proporcionaba cierta voluptuosidad muscular después de su largo encierro.
Mientras Novoa sonreía otra vez, el coronel insistió en su admiración. ¡Parece imposible que la ruleta haga tantos milagros!... Y sólo podemos hablar de lo que esta á la vista. El juego ha costeado ese puerto de La Condamine tan bonito: un puerto de yates, con sus muelles elegantes que son paseos. Debe haber intervenido igualmente en la restauración del castillo de los príncipes.
Desde lo alto de un puente vió el príncipe á sus pies este barranco, cuyas laderas estaban cubiertas de jardines, de «villas» lujosas y de hoteles, teniendo por fondo el risueño puerto de La Condamine. Sesenta años antes era un lugar salvaje.
Bajaban de Beausoleil, subían de La Condamine, llegaban del peñón de Mónaco. Por primera vez después de cuatro años, se iluminaban de arriba á abajo las fachadas del Casino, de los hoteles y cafés. La plaza estaba repleta de gente. Todos parpadeaban deslumbrados, después de la larga noche en que les había tenido sumidos la amenaza submarina.
Spadoni veía el Gaviota II, palacio á hélice, que, cuando anclaba en el gracioso puerto de La Condamine, parecía llenarlo por entero, empequeñeciendo el yate del príncipe de Mónaco y los de los millonarios americanos; alcázar de Las mil y una noches rematado por dos chimeneas, que paseaba por todos los mares del planeta sus gabinetes con fuentes y estatuas, su biblioteca enorme, su salón de fiestas con un estrado-escenario en el que cincuenta músicos, muchos de ellos célebres, daban conciertos para un solo oyente visible, el príncipe Miguel, medio tendido en un diván, mientras la brisa de los trópicos entraba por las altas ventanas, acariciando las cabezas de los oficiales y altos empleados del buque que se agolpaban en sus alféizares.
Todo es para ellos: hasta el amor. La última modistilla se considera deshonrada si no tiene un soldado de los Estados Unidos para pasear de noche... Todas las tardes, ella y el otro bailan en los hoteles de La Condamine, ó aquí mismo, en el Café de París. Se interrumpe, como si alguien le hubiese tocado en la espalda.
A propósito de la venida de la comisión científica, leemos en un precioso manuscrito que existe en la Biblioteca de Lima, titulado Viaje al globo de la luna, que el pueblo limeño bautizó a los ilustres marinos españoles don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa y a los sabios franceses Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los caballeros del punto fijo, aludiendo a que se proponían determinar con fijeza la magnitud y figura de la tierra.
Palabra del Dia
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