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Actualizado: 16 de junio de 2025
El señor José, al hablar de los rebeldes, sentía la cólera de un antiguo sostenedor del orden, moldeado por la disciplina. El guardia civil resucitaba bajo su blusa. Reconocía que todo estaba mal repartido y que el pobre sufría mucho. El mismo pasaba temporadas de horrible miseria, y su fin, cuando se sintiese viejo, sería mendigar en la calle o morir en el hospital.
Este cuidado alejaba de ella otros pensamientos, pero era demasiado exagerado para que no se advirtiese el esfuerzo. Tristán lo adivinaba y se sentía más herido en su orgullo que en su amor.
El amor había sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amor las había conocido aquella mujer.
Lo cuidaré si quiere... y le querré si me lo permite... Creo que posee un alma ardiente y tierna. Al preguntarle qué sentía más dejar en Quimper, me respondió: ¡Todo! ¡Todo! Y rompió a llorar con la cara entre las manos. No hay una piedra de este país, ni una flor, ni una mata, ni una cara a que no esté unido mi corazón. Y siguió sollozando mucho tiempo.
A las diez se abrieron las mamparas, y Miguel entró empujando á los primeros jugadores, gente modesta y tímida. Sufría la nerviosidad, la impaciencia, la sorda cólera de las mañanas en que se había batido. Pisaba con fuerza; sus manos se arqueaban como si pretendiesen estrangular el aire. Al mismo tiempo sentía la confianza orgullosa del tirador, seguro de que dará en el blanco.
Precisamente es lo que yo pensaba dijo el duque resollando mucho para mostrar indiferencia y aplomo, que no sentía . Había imaginado que en vez de testar cada uno por su parte, hiciésemos un testamento mutuo. ¿Qué es eso? Un testamento en el cual nos instituímos mutuamente por herederos. D.ª Carmen bajó la vista al libro que traía en la mano y guardó silencio un rato.
Ni la sombra de un árbol, ni el rumor de un arroyo, ni el canto de un gallo ó de un pájaro campestre, ni el mugido de una vaca, ni el mas leve ruido se sentia al atravesar aquel desierto.... ¡Ni una choza en las praderas interminables, ni un cercado para manifestar la presencia del hombre por allí!...
Si bien doña Inés sentía y confesaba que iba a hacer un inmenso sacrificio al desprenderse de Juanita, única mujer que la comprendía en el mundo y que podía ser su compañera, en manera alguna quería prescindir de este sacrificio, que le daría honra entre los mortales y que Dios lo tendría en cuenta para pagárselo en el cielo.
Pero ¿sería el enervamiento causado por sus fatigas? Ese día sentía impulsos de rebelión desconocidos en su alma. Los paseaba, sin poderlos disipar, entre aquellos muros donde había crecido; erraba, desamparado, en aquella fábrica que contenía todo su pasado, retenido por la fuerza del hábito y por el deber, buscando en todos lados sus viejos recuerdos.
Ramiro acordose de las campanas de Avila, de las tardes de su niñez en la torre solariega y de su madre, siempre llorosa, siempre enlutada, siempre taciturna. Rezó las avemarías. Estaba redimido, estaba purificado, pero sentía su pecho ávido y triste, como un arroyo sin agua. Quiso entrar en la ermita para verter al pie del altar su congoja profunda. Levantose.
Palabra del Dia
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