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Actualizado: 16 de junio de 2025


Se me presentaba un porvenir brillante; me querían mis amigos y compañeros; gozaba de una naturaleza privilegiada y de unas facultades mentales superiores; amaba a mi patria hasta el sacrificio, y me sentía poeta y dueño de una palabra fácil y atractiva.

El joven recordaba confusamente las grandezas que había oído de boca de don Eugenio: los recuerdos gloriosos del arte de la seda, los brillantes trabajos de los velluters que cincuenta años antes hacían danzar las lanzaderas allí mismo, del amanecer hasta la noche; y sentía cierta pena, un malestar extraño, como si se encontrara ante las ruinas de una ciudad muerta y todavía vibrasen en el espacio los últimos estallidos de la catástrofe.

De estos pensamientos opuestos salía por fin resignado a la realidad inexorable, dispuesto a reconocer que si la pobre muerta no había sido tan bella como la amorosa fantasía la había pintado, tampoco había sido tan mala como él la veía en el rencor del abandono. Pero, no obstante, se sentía mortificado y dolorido. El tener que renunciar a la perfección imaginada le hacía mucho daño.

No la impresionaban las ilusiones de sus padres por el contraste que formaban con su certeza de que era muy breve el espacio que las separaba de la sepultura de los ilusos, puesto que no era el dolor de perderlos lo que sentía en sus temores de quedarse huérfana a la hora menos pensada.

No hay necesidad de indicar, por lo tanto, que su pasión casamentera les costó no pocos disgustos. Cuando algún lechuguino sentía brotar en su pecho la llama del amor, lo primero que hacía era mostrársela a las de Meré. Carmelita, estoy enamorado. ¿De quién, corazón, de quién? preguntaba la anciana con vivo interés. De Rosario Calvo. ¡Ajá! Buen gusto ha tenido el picarón.

Hermanita no decía palabra. Se le habían puesto los ojos muy negros y grandes como para contener algo que se salía a ellos. Ella, que no miraba hacia el balcón, sentía que Juan Jerez había tenido puesta buen tiempo su mirada larga y bondadosa en Sol.

La cocina parecía un puesto de la Plaza Mayor y el comedor una tienda de ultramarinos. ¡Cómo se iban a poner el cuerpo! ¡Y qué tristeza tan honda sentía la pobre Severiana! Haría la cena, la serviría, fregaría... y luego tendría que acostarse sin dar un beso a su hija.

Los hombres de inteligencia poco común, que han llegado á adquirir cierta condición mórbida, poseen á veces esta facultad de hacer un esfuerzo poderoso en el cual invierten la fuerza vital de muchos días, para permanecer después como agotados durante mucho tiempo. Ester, con los ojos fijos en el ministro, se sentía dominada por tristes ideas, sin saber por qué ni de qué provenían.

Continuaba visitando al mayorazgo de vez en cuando, pero huía de toda conversación metafísica. La salud de D. Álvaro empeoraba a ojos vistas desde la llegada y súbita partida de su esposa. Su tristeza, su estado miserable le inspiraban cada día más compasión. El horror que antes sentía hacia él había desaparecido.

Para mejor recrearse, no quiso seguir el camino que ceñía la ladera: prefirió caminar por el álveo mismo del arroyo, que en el verano estaba casi enjuto. Formaban sobre él los avellanos que salían de las fincas lindantes una espesísima bóveda, tan baja que a veces no permitía el paso de un hombre sin doblarse: en ocasiones llegaba hasta interponerse como una barrera, como una muralla de verdura: entonces nuestro joven se veía obligado a buscar un agujero por donde colarse, sosteniendo con las manos el ramaje mientras pasaba. A un lado y a otro veía, por entre las hojas, la alfombra verde de las praderas que el sol matizaba de oro. En el cauce del arroyo no penetraban sus rayos. Era un túnel fresco y oscuro; tan fresco que, a pesar de lo elevado de la temperatura, sentía de vez en cuando leves escalofríos. Si las ramas de los avellanos no le permitían caminar derecho, la naturaleza del suelo tampoco le dejaba afirmar el pie con desembarazo. El lecho del arroyo era pedregoso y desigual. Además, aunque no trajese mucha agua, todavía era la bastante para formar menudos charcos, que se veía obligado a salvar saltando de piedra en piedra.

Palabra del Dia

rigoleto

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