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Actualizado: 22 de junio de 2025
Como en la orquesta salta el pasaje fundamental de atril en atril para ser repetido por todos los instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en la sinfonía del paisaje, subía o bajaba con diversa intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los gemidos de los instrumentos de cuerda, tendíase sobre los campos voluptuoso y dulzón como los arrullos de los instrumentos de madera, se extendía azulándose sobre el mar con la prolongación indefinida de un acorde arrastrado del metal, y así como el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol, arrojando a puñados su luz, matizaba el panorama, haciendo resaltar unas partes con la brillantez del oro y envolviendo otras en dulce penumbra.
El sol no teñía por igual la superficie de aquel océano nubloso: en unas partes lo matizaba levemente de rosa, en otras de oro; á trechos lo dejaba en sombra y á trechos lo hacía arder en resplandores. Nuestra pareja se hallaba sobre la misma cresta de la Peña Mayor, que formaba una de las varias islas de que estaba sembrado.
Y mientras matizaba con sus exclamaciones la relación de la joven, pensaba con alarma que ya estaban en la calle de Gracia y él todavía guardaba en el cuerpo, completamente inédita, la declaración que tanto le inquietaba. En cuanto llegasen a la próxima esquina, interrumpía a la joven, aun a riesgo de ser descortés.
Todas sus ideas tenían como un tinte de aurora; detrás de cuanto pensaba, creía notar un resplandor delicioso, el cual, demasiado vivo para contenerse en su alma, salía por los sentidos afuera y matizaba de extrañas claridades todos los objetos.
Todos los empleados se encorvaban ante sus papeles, temblando al oír tras de los cortinajes aquella voz furiosa, que matizaba sus órdenes con interjecciones y juramentos verdaderamente extraños en tan grave personaje. En el escritorio se hizo el mismo silencio de las casas donde existe un enfermo.
Para mejor recrearse, no quiso seguir el camino que ceñía la ladera: prefirió caminar por el álveo mismo del arroyo, que en el verano estaba casi enjuto. Formaban sobre él los avellanos que salían de las fincas lindantes una espesísima bóveda, tan baja que a veces no permitía el paso de un hombre sin doblarse: en ocasiones llegaba hasta interponerse como una barrera, como una muralla de verdura: entonces nuestro joven se veía obligado a buscar un agujero por donde colarse, sosteniendo con las manos el ramaje mientras pasaba. A un lado y a otro veía, por entre las hojas, la alfombra verde de las praderas que el sol matizaba de oro. En el cauce del arroyo no penetraban sus rayos. Era un túnel fresco y oscuro; tan fresco que, a pesar de lo elevado de la temperatura, sentía de vez en cuando leves escalofríos. Si las ramas de los avellanos no le permitían caminar derecho, la naturaleza del suelo tampoco le dejaba afirmar el pie con desembarazo. El lecho del arroyo era pedregoso y desigual. Además, aunque no trajese mucha agua, todavía era la bastante para formar menudos charcos, que se veía obligado a salvar saltando de piedra en piedra.
Palabra del Dia
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