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Como en la orquesta salta el pasaje fundamental de atril en atril para ser repetido por todos los instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en la sinfonía del paisaje, subía o bajaba con diversa intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los gemidos de los instrumentos de cuerda, tendíase sobre los campos voluptuoso y dulzón como los arrullos de los instrumentos de madera, se extendía azulándose sobre el mar con la prolongación indefinida de un acorde arrastrado del metal, y así como el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes más interesantes de una obra, el sol, arrojando a puñados su luz, matizaba el panorama, haciendo resaltar unas partes con la brillantez del oro y envolviendo otras en dulce penumbra.

Rondaba en torno del albañil, esperando las migas de su pan, seguidas de patatas, y una vez satisfecha su hambre tendíase junto al chiquitín, acariciándolo con sus traviesas patas, frotándole la cara con el hocico húmedo. Las más de las noches dormíase Isidro abrazado a él. Un día, el pequeño vio salir a su madre desmelenada y vociferando, seguida de otras mujeres no menos trastornadas.

Tendíase la niña boca arriba llevándole abrazado, le apretaba contra su pecho, le besaba, y a veces, olvidada de sus martirios, derramaba lágrimas de ternura. Pero cualquier rumor en la habitación contigua le hacía levantarse sobresaltada con el espanto en los ojos, arrojaba el gato lejos de y esperaba inmóvil lo que viniera. Casi siempre algún castigo cruel.

Los convidados se quedaban a la puerta de la casa, y avanzaba la Teodora con el rico pañizuelo en la mano, grave y cejijunta como una sacerdotisa. Entraban con ella los padres de los novios, los individuos más ancianos de las dos familias, y luego de cerrada la puerta, tendíase la muchacha en una colchoneta, con su corona y su banda.

Tendíase el Océano en calma hasta lo infinito, sin una ondulación, con el verde esmeralda de los mares tropicales, denso y adormecido. No había en él otras espumas que las dos láminas burbujeantes que levantaba la proa al arar su superficie. De vez en cuando, de las aguas removidas surgía un enjambre de peces voladores.

Otras, sólo cazaba conejos, y al regresar a su casa, cerca del amanecer, tendíase en la cama sin desnudarse, maldiciendo su mala suerte, y dormía con el cansancio del que ha pasado la noche caminando a gatas, con el oído siempre atento, creyendo de un momento a otro oír la voz de «¡alto!» y el silbido de la bala.