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Don Raimundo Portas rondaba el tesoro, arrojando miradas de codicia, embriagado, subyugado con aquel espectáculo, relamiéndose golosamente. ¡Oro 343! gritó una voz. Alguien tocó en el hombro a Rocchio. Era Jacintito, descompuesto, con el sombrero ladeado, amarillo, muy grave. El coloso se levantó. Amigo Esteven, me alegro de verle. Amigo Rocchio, una palabrita...

Y no se vaya a creer que le faltaron pretendientes a la viudita, pues había, entre otros, un D. Evaristo Feijoo, coronel de ejército, que le rondaba la calle y no la dejaba vivir. Pero la fidelidad a la memoria de su feo y honrado Jáuregui se sobreponía en doña Lupe a todos los intereses de la tierra.

Era hijo de un brujo y había heredado muchos de los secretos paternales. A veces, esta vida nocturna de la selva se paralizaba con una larga pausa de angustioso silencio. Era porque rondaba cerca el jaguar, el tigre americano, de piel pintada á redondeles, al que los indios guaraníes, en su lenguaje, apodan «el Señor». Otras veces, el silencio tenía un motivo más claro y determinado.

Vagó hasta pasado mediodía por las calles poco frecuentadas inmediatas a la Almudaina y la catedral. El desfallecimiento del estómago guió sus pasos instintivamente hacia su casa. Comió silencioso, sin saber lo que comía, no viendo a madó, que, inquieta desde el día anterior, rondaba en torno de él, ansiosa de entablar conversación.

Vuelta a la meditación, tomando el hilo de ella en el mismo punto en que lo había soltado... «Y aunque el Sr. de Feijoo lo niegue hoy, es tan verdad que me rondaba la calle al año de perder a mi Jáuregui... tan verdad como que nos hemos de morir. Y si no, ¿qué hacía plantado en aquella dichosa esquina de la calle de Tintoreros?

Abandonó á Robledo, y fué al encuentro del pianista, que rondaba la mesa, pasando de un criado á otro para repetir sus peticiones de emparedados y de copas. Déme su brazo... Beethoven. Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al músico: Voy á escribir cualquier día un libreto de ópera para él, y entonces la gente se verá obligada á hablar menos de Wágner.

En las grandes fiestas marchaba al frente del cabildo Con capa pluvial y un bastón de plata tan alto como él, que hacía retemblar las losas con sus golpes, y durante la misa mayor y el coro de la tarde rondaba por las naves para evitar las irreverencias de los devotos y las distracciones de los empleados.

Llegaba la muerte; pero a gran velocidad, por el telégrafo. Al decirle un empleado que su mujer con la niña que había nacido estando él preso rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima. Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él?

Pensaba en el ser misterioso que llevaba en sus entrañas, en cuál sería su fortuna al surgir al mundo, en la miseria que rondaba en torno de ellos, amenazándoles con toda clase de privaciones. Isidro sorprendía algunas veces en su mirada una curiosidad molesta, como si le contemplase por primera vez, como si le examinara a una nueva luz, viéndole totalmente cambiado.

Estas ideas, que quizás procedían de un fenómeno espasmódico, la confortaron; pero al salir volvió a sentirse acometida del miedo. ¡Si por acaso el enemigo se le aparecía...! Porque Mauricia le había dicho que rondaba, que rondaba, que rondaba... ¡Aquí de la Virgen! Pero ¡qué cosas! ¡Si María Santísima protegía ahora al enemigo!