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Pero los entusiastas del gran mago la apreciaban porque sabía entrar «en la piel de los personajes». Wagner poeta, creador de héroes épicos, intérprete de conflictos humanos, le inspiraba tanta adoración como Wagner músico. Durante mucho tiempo, por un fenómeno de artística adaptación, había creído ser Brunilda. Su verdadera personalidad era la de la hija de Wotan.

Tal vez Nerón, si volviese a reinar en el día en una nación culta de Europa, sería un rey constitucional afabilísimo, algo enamorado y amigo de divertirse, pero muy generoso protector de las ciencias y de las artes; tendría a su lado a algún compositor de óperas como Wagner, a alguna excelente bailarina como Lola Montes, y a un brillante séquito de arquitectos, escultores, pintores, poetas, literatos y sabios.

Turbaba con su pasión al músico y se sentía a su vez conmovida y transfigurada por el ambiente de fervor artístico que rodeaba al ilustre discípulo de Wagner. Las revelaciones de él, del Maestro, como decía con unción Hans Keller, fulguraban ante los ojos de la cantante, como el relámpago que transformó a Pablo en el camino de Damasco. Ahora veía claro.

En el hotel que habitaba en Munich encontró a miss Mary Gordon, a la que había visto antes en el teatro de Wagner. Era una inglesa alta, esbelta, de pocas y finas carnes; un cuerpo de gimnasta, en el que los deportes habían contenido las amenas redondeces femeniles, dándola un aspecto juvenil, sano y asexual de bello muchacho.

Daba su palabra de honor... Y en la confusión de su excitado deseo, sin saber ciertamente lo que decía, sin darse cuenta de lo grotesco de sus juramentos, buscó nuevos testigos, nuevos fiadores... Prometía respetarla por lo que amara ella más en el mundo, por todo lo que venerase él con mayor admiración. Te lo juro... ¡por Wagner! Te lo juro... ¡por Víctor Hugo!

¡Su brillante entrada en la vida, mucho antes de conocer al maestro Eichelberger, cuando la aplaudían en los teatros de Alemania y aprendiendo luego el italiano interpretaba las obras de Wagner en las escenas de Europa y América!... Diez y nueve años; su voz no era portentosa: justa y precisa nada más; la necesaria para cantar su parte sin ahogos.

La voz tenue del piano, tocado en sordina, atrajo la curiosidad de Isidro. Mire usted, Fernando. La alemana, la mujer del director de orquesta, que se aprovecha de que no hay gente en el salón. Cerca de ella está su niño... ¿Qué toca? ¿Wagner?... No; eso lo conozco; es de Schubert: El rey de los álamos. Vea cómo mueve la boca.

Las dos se quedaban en Salerno para hacer una excursión en carruaje á lo largo del golfo. Iban á Amalfi, y se alojarían por la noche en la cumbre alpestre de Ravello, ciudad medioeval, donde había pasado Wágner los últimos meses de su vida, antes de morir en Venecia. Luego, saltando al golfo de Nápoles, descansarían en Sorrento y tal vez fuesen á la isla de Capri.

Tal vez sus disputas habían terminado con golpes; tal vez al entrar en la casa, titubeante y oliendo a alcohol, este falso Wagner, con una pesadez brutal, había puesto su puño en la cara de Mina, la criatura de ensueño que intentaba «regenerarlo». Hablaba ella lacónicamente al hacer memoria de esta parte de su vida, como si quisiera salir cuanto antes de los dolorosos recuerdos.

La humanidad debe temblar por su porvenir si otra vez resuenan bajo esta bóveda las botas germánicas siguiendo una marcha de Wágner ó de cualquier Kapellmaister de regimiento. Se alejaron del Arco, siguiendo la avenida Víctor Hugo. Tchernoff marchaba silencioso, como si le hubiese entristecido la imagen de este desfile hipotético.