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Actualizado: 9 de julio de 2025
Oyó pisadas en la toldilla. Una silueta avanzaba titubeante, explorando los rincones. Era Maltrana, que al reconocerlo se dirigió hacia él, lamentando su desaparición... ¿Qué hacía allí? ¿Por qué no estaba abajo?... Y acompañaba sus palabras con grandes risas y cariñosos palmoteos. Fernando vio en sus ojos el brillo de una extraordinaria agitación. Al hablar esparcía su boca un vaho alcohólico.
Semejantes por sus formas al titubeante ensayo de una Naturaleza en estado de infantilidad o a las primeras intentonas artísticas de un cerebro primitivo, estas montañas eran de un basalto negruzco, que traía a la memoria la corteza rugosa de la higuera o la dura piel del elefante.
Me he de levantar temprano para el trabajo; debo ocuparme del niño antes de enviarlo á la escuela. ¡Imposible!... Además, ¿para qué volver? Alberto no resucitará, y este espectáculo me mata. La vieja la siguió con los ojos mientras se alejaba con su niño titubeante de sueño. Siempre había creído á esta mujercita de poco corazón. ¡Ay! La única que se acuerda verdaderamente de Alberto soy yo.
Cuando se acaricia los labios con su lengua de gata, es capaz de saltar por encima del vengador de la Pampa que tanto miedo le infunde. Otra vez los ojos negros de la madre, ojos abultados y dulces, que recordaban la mirada lacrimosa de los llamados andinos, se fijaron en la hija con una severidad titubeante. «¡Nélida!», volvió a gritar.
La nihilista contestaba al juez sin mirar a su cómplice. Sólo cuando el juez se dirigió a éste para preguntarle si todavía negaba, volvió la cabeza y clavó en él la vista. ¿Es o no su querida? repitió Ferpierre mientras los dos se miraban fijamente, la mujer con serenidad dominadora, el Príncipe titubeante y turbado. Por último, el joven inclinó la cabeza como si confesara.
Detrás de este escuadrón estudioso apareció la litera en forma de lechuza, dentro de la cual iba el ilustre Momaren. El profesor Flimnap marchaba junto á la portezuela de la derecha, conversando con su ilustre jefe, honor público gozado por primera vez, que le hacía caminar titubeante, con el rostro empalidecido por la emoción. Cerraban la marcha graves matronas universitarias, con togas negras.
Las primeras palabras habían sido en inglés, luego en francés, y al fin, como si buscase ella mayor desahogo para su expresión, habló en italiano, un italiano lento, titubeante, recuerdo de una época cercana en la cronología de su existencia, pero remota, muy remota, en sus recuerdos.
Todo menos volver al país de origen, tierra de lágrimas que le hacía recordar las noches frías junto al fuego mortecino, con el hijo en los brazos, esperando hasta altas horas el paso titubeante del maestro y sus balbuceos de beodo; los embargos afrentosos; las groserías de los acreedores; las tristes reflexiones ante una mesa que a veces se cubría de abundantes alimentos con los inesperados altibajos de la existencia bohemia y se manchaba con la espuma del champán, pero en la que casi siempre el pan y las patatas eran lo único valioso.
Tal vez sus disputas habían terminado con golpes; tal vez al entrar en la casa, titubeante y oliendo a alcohol, este falso Wagner, con una pesadez brutal, había puesto su puño en la cara de Mina, la criatura de ensueño que intentaba «regenerarlo». Hablaba ella lacónicamente al hacer memoria de esta parte de su vida, como si quisiera salir cuanto antes de los dolorosos recuerdos.
Yo volveré pronto, te lo juro. ¡Y quién sabe!... Tú vendrás allá... más adelante: cuando yo sepa cuál puede ser mi suerte. Ella se soltó bruscamente de su brazo, anduvo algunos pasos titubeante, y casi se desplomó sobre un banco. Su diestra, oprimiendo un minúsculo pañuelo, pasó entre el velillo y el rostro para cubrirse los ojos.
Palabra del Dia
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