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Una esquina adornada con una fuente las ocultó á los pocos pasos. Cuando Ulises, después de un ligero almuerzo en el restorán Diómedes, llegó corriendo á la estación, el tren iba á partir. Deseaba ver Salerno, célebre en la Edad Media por sus médicos y sus navegantes, y á continuación los templos ruinosos de Pestum.

Varias veces habló la gruesa señora en un idioma que llegaba á Ferragut confusamente, y que no era el inglés. Y apenas terminada la comida desaparecieron, lo mismo que en la calle de Pompeya: la mayor imponiendo su voluntad á la otra. Volvieron á encontrarse á la mañana siguiente en la estación de Salerno, dentro de un vagón de primera clase. Iban, sin duda, con el mismo destino.

El golfo de Salerno era llamado golfo de Pestum por los romanos. Y esta ciudad de monumentos iguales á los de Atenas, poseedora de inmensas riquezas, se extinguía repentinamente sin que el mar se la tragase, sin que un volcán la cubriera con el sudario de sus cenizas. La fiebre, el miasma de los pantanos, había sido la lava mortal de esta Pompeya.

La doctora recordaba la catedral de Salerno, vista en la tarde anterior, donde estaba enterrado Hildebrando, el más tenaz y ambicioso de los papas. Sus columnas, sus sarcófagos, sus bajos relieves, procedían de la ciudad griega olvidada siglos y siglos, y que únicamente en la época presente volvía á recobrar su fama, gracias á los anticuarios y los artistas.

Ulises quiso decir que también era éste su viaje, pero tuvo miedo á la doctora. Además, la excursión era en un vehículo alquilado por ellas, y no le concederían un asiento. Freya pareció adivinar su tristeza y quiso consolarle. Es un viaje corto. Tres días nada más... Pronto estaremos en Nápoles. La despedida en Salerno fué breve. La doctora se abstuvo de indicarle su domicilio.

Las dos se quedaban en Salerno para hacer una excursión en carruaje á lo largo del golfo. Iban á Amalfi, y se alojarían por la noche en la cumbre alpestre de Ravello, ciudad medioeval, donde había pasado Wágner los últimos meses de su vida, antes de morir en Venecia. Luego, saltando al golfo de Nápoles, descansarían en Sorrento y tal vez fuesen á la isla de Capri.

Y la joven dijo esto con gravedad, sin mirarle, como si hubiera perdido para siempre su sonrisa de mujer fácil que había engañado á Ferragut. En el tren se humanizó, hasta perder su mal gesto de ofendida. Iban á separarse pronto. La doctora parecía cada vez menos abordable, así como rodaba el vagón hacia Salerno.

Al subir en el primer vagón que encontró al paso, le pareció ver los velos de las dos señoras desapareciendo detrás de una portezuela que se cerraba. En la estación de Salerno volvió á columbrarlas ocupando un carruaje de alquiler que se perdía en una calle próxima.

La tutora de la iglesia comienza con una carta que se supone escrita por el rey Abgaro al Salvador, y termina con la ascensión de la Virgen María. Más afortunado fué Añorbe en cuanto al asunto en sus Amantes de Salerno, cuyo fondo es la bella novela de Güiscardo y Guismonda, de Bocaccio, aunque hayamos de renunciar á buscar en ella el más leve indicio de talento poético.

Cinco vuelcos daré en el propio infierno Por hacer recitar una que tengo Nombrada: El Gran Bastardo de Salerno. Guarda Apolo, que baxa guarde rengo El golpe de la mano mas gallarda Que ha visto el tiempo en su discurso luengo. En esto el claro són de una bastarda Alas pone en los pies de la vencida Gente del mundo perezosa y tarda.