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Actualizado: 17 de julio de 2025


Refugiado en un rincón, oculto como quien está allí de limosna, entre una reducción de la estatua de Byron, presentada en Turín por Pozzi, y una arca tallada del siglo VI, que decían haber pertenecido a Isabel la Católica, había otro caballete pequeño; allí pintaba Paquito Luján, callado siempre, taciturno, tímido y receloso, bajo la dirección también de Celestino Reguera, que hallaba realmente en el niño las disposiciones artísticas que faltaban a la madre.

El proyecto fue aceptado con desdeñosa condescendencia por parte de Tonito, con sumisión entera por la de Currita, y Celestino Reguera quedó encargado de traer al día siguiente dibujos para el traje de la dama que había de representar la reina blanca, y un soberbio juego de ajedrez, trabajado admirablemente en el Japón, cuyas grandes piezas de marfil podrían ser copiadas en los demás trajes de la cuadrilla.

Celestino Reguera propuso la idea de representar una alegoría de España, en que parejas de damas y caballeros habían de lucir los trajes característicos de las diversas provincias. El proyecto fue desechado por Currita. ¡Jesús, Reguera! dijo ¡Parecería eso un concurso de Geografía!...

Iluminó, pues, con ayuda de Reguera, una gran fotografía en que se hallaba representada ella misma con su rico traje de reina japonesa, y encargó dibujos para un marco suntuoso que habían de ejecutar, en oro, plata y pedrería, Marzo y Ansorena. Los dibujos, sin embargo, no la satisfacían; el 30 de abril se acercaba, y apremiada por lo breve del plazo, desesperaba ya de ver realizado su proyecto.

Un día, a poco de haberse injerido Jacobo en la amistad íntima del matrimonio, pintaba Currita en su estudio un retrato que decía ser de Byron, el poeta querido que en sus cuadros, bustos y estatuas tenía representado por todas partes; pero que era en realidad la imagen de Jacobo perfeccionada por Reguera, ceñida la frente de laurel y abierto hasta la mitad del pecho el ancho cuello de su camisa escocesa a la antigua.

La mañana ofrecía esa dulzura exquisita que se observa en algunos días de primavera. El P. Gil advirtió al cochero que pasase cerca de la capital sin entrar y se dirigiese a la primera estación del ferrocarril, distante una legua de ella. Había resuelto tomar el tren allí para mayor recato. La estación, se llamaba la Reguera. Cuando llegaron eran las once.

Un nuevo escándalo, iniciado y meditado en casa de Currita y llevado a efecto a la sombra de esta, y quizá, quizá bajo su protección misma, vino a probar a las personas sensatas que tan peligrosa es la proximidad del vicio, que aun sin estar de él contaminado, se respira en su atmósfera cierta ponzoña que trastorna y extravía, y hace al cabo resbalar y caer... Margarita Belluga, una de las jóvenes que al pisar por primera vez los salones del gran mundo había llamado más la atención por su candor y su pureza, desapareció un día súbitamente de casa de sus padres, para aparecer a poco en Italia, magna parens artium, y refugio insondable de pillos de todas las naciones, casada con Celestino Reguera, el pintorzuelo cómplice de Currita en sus atentados pictóricos, que había conservado siempre la dama a su lado, para alumbrar su corte con los resplandores de un genio, a la manera que Filipo mantenía en la suya a Aristóteles, y Augusto a Virgilio, y Carlos V a Garcilaso, y Luis XIV a Molière.

Pasaba esta escena en el comedor, donde los dos esposos almorzaban en compañía de María Valdivieso, Celestino Reguera y Gorito Sardona, cuya flamante corbata azul indicaba ser aquel día el mico de guardia.

Mas cuando Celestino Reguera comenzó a formar sobre el tablero maqueado las magníficas piezas del ajedrez, y se puso Jacobo a explicar el pintoresco modo como habían de moverse al jugar la partida las personas que las representaran, Lilí no pudo resistir la tentación y aproximóse al grupo de puntillas, haciendo señas silenciosas a su hermano para que viniese. ¡Era aquello tan bonito!...

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