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El ingeniero contestó con una voz hostil: Usted no tiene ningún derecho sobre , señorita Rojas, y yo puedo ir con quien quiera. Palidecio Celinda al notar el tono inesperado con que le hablaba el joven; pero se repuso de esta mala impresión, recobrando su jovialidad.

¡Paloma mía! En la chimenea de la casa lujosa sólo quedaban cenizas; la llama de la lámpara palideció ofuscada por la luz del día, que comenzó a juguetear con las cosas, arrancando reflejos al oro de los marcos, a los cristales de los espejos, a los nácares de los mueblecillos maqueados y a los flecos de seda.

Fabrice, grande observador, por instinto y profesión, advirtió al momento que la lectriz palideció ligeramente y que por contrario efecto se encendieron las mejillas de la baronesa. Llevadas por Pedro las redes a la cocina, acompañó después a Fabrice a sus habitaciones, pero antes de quedarse éste en ellas díjole al marqués: Dime, Pedro, ¿quién es esa señorita que leía el diario a tu tía?

Al oír este nombre Isidora palideció, y el corazón saltó en el pecho. Su espontaneidad quiso decir algo; pero se contuvo asustada de las indiscreciones que podría cometer. Después salió a relucir el tema más común en estos paseos de parejas. Hablaron de aspiraciones, del porvenir, de lo que cada cual esperaba ser. Miquis habló seriamente, sin dejar su expresión irónica, por ser la ironía, más que su expresión, su cara misma.

Ya sabes que Joaquín Pez ha venido de la Habana, casado con una americana muy rica. Da gusto verle, según está de contento y satisfecho». Isidora palideció. Después dijo: «Ya lo sabía... Toma, si le vi, le vi una tarde. Yo iba por la Red de San Luis y pasó él en coche. Me vio, pero el tunante fingió que no me veía.

Catalina, que esperaba esta propuesta desde una hora antes, palideció trémula de emoción. ¡Oírla de sus labios!... Pasó mucho tiempo sin contestar, y al fin balbuceó algunas palabras. Era una felicidad, la mayor de su existencia, pero una doncella bien educada no debe contestar inmediatamente. ¿Yo?... Veremos... ¡Es tan grande esta sorpresa!

Desnoyers protestó... ¡Pero si los invasores fusilaban á los inocentes y quemaban sus casas!... El sobrino se opuso á que siguiese hablando. Palideció, como si detrás de su epidermis se esparciese una ola de ceniza; le brillaron los ojos, le temblaron las mejillas, lo mismo que al teniente que se había posesionado del castillo.

Pero al fijar su mirada en la de Febrer y encontrarse con su rostro pálido, crispado por la emoción, ella palideció también. Era otro hombre: veía un don Jaime que nunca había conocido. Instintivamente, a impulsos del miedo, dio un paso atrás. Quedó como a la defensiva, apoyada en el delgado tronco de un arbolillo que se elevaba junto a la senda, con sus menudas hojas casi sueltas por el otoño.

Doña Clara no palideció ni tembló; pero sus ojos inmóviles, incontrastables, absorbieron toda entera la mirada calenturienta del bufón, con toda la expresión funesta de odio, de desesperación, de horrible alegría. ¿Qué decís? dijo marcando fuertemente su pregunta doña Clara. Digo que sois viuda.

No se oía ruido alguno, á excepción del zumbar del viento, y el chasquido de una ventana que el viento cerraba de tiempo en tiempo, produciendo un golpe seco y desagradable. La duquesa seguía engolfada en su lectura. De repente se estremeció y palideció. Había llegado á un pasaje en que el demonio estaba retratado tan de mano maestra, que la duquesa tuvo miedo, y cerró el libro santiguándose.