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caminas para Córdoba: tu frente la veo de berroqueña, como antaño, y por último y feliz horóscopo, tus luengas orejas no han menguado ni un negro de la uña... ¡Oh, qué suerte tan dichosa te espera!; dame paz en el rostro y prométeme tu gracia y favor...

¿Y qué más quiere que haga, rey? dijo Meñique, parándose en las puntas de los pies, con la manecita en la cadera, y mirando a la princesa cara a cara. Mañana se te dirá, marqués Meñique le dijo el rey; vete ahora a dormir a la mejor cama de mi palacio. Pero Meñique, en cuanto se fue el rey, salió a buscar a sus hermanos, que parecían dos perros ratoneros, con las orejas cortadas.

No, hermano; los pasos del que viene siguen muy reposados, y suenan muy al compás; pero el ramaje, que tanto se inclina y enmaraña por este sitio, roba al alcance de los ojos lo que permite al sentido de las orejas. Si vienen con mucha pausa, es sin duda el doctor y boticario Gorgueran, el médico, que cura por igual todos los miembros del doliente.

Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas. ¡Come toda avena! ¡Después pasa! Los hilos están muy estirados... observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si... ¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! lanzó la vaquilla locuaz.

Sonó un zumbido de avión cerca de sus orejas y se puso en guardia; pero al ver que sólo era una máquina la que flotaba en el aire, sonrió satisfecho.

Entonces, cuando se sintiera fatigado por el trabajo, unos brazos femeniles, blancos, desnudos, surgirían por detrás, estrechándole, y una boca acariciadora le rozaría las orejas murmurando palabras de cariño. Esto no era imposible; podía conseguirlo. Llegaba el momento de realizar sus ensueños.

Era persona de buen juicio y muy oportunista, quiero decir que no gustaba de hacer cosa ninguna fuera de sazón, y para calentarle las orejas a su sobrino no era buena hora la media noche. Porque seguramente ella había de alzar la voz y no convenía el escándalo. También era probable que al chico le diera una jaqueca muy fuerte si le sofocaban tan a deshora, y doña Lupe no quería martirizarle.

Su rostro, perfectamente esferoidal, descansaba sin más intermedio sobre el busto; y su pelo, negro aún por una condescendencia de los años, y partido en dos zonas sobre la frente, le tapaba entrambas orejas, recogiéndose atrás.

Ponía los ojos en blanco, las manos en cruz y los hombros a la altura de las orejas para decir: «hay una ventana en el Castillo de Ponferrada que... vamos... no puedo expresar lo que es aquello...». Creeríase que por la tal ventana se veía al Padre Eterno y a toda la Corte Celestial. «Caramba con la ventana pensaba Jacinta, a quien le estaba haciendo daño el almuerzo . Me gustaría de veras si sirviera para tirarte por ella a la calle con todos tus condenados castillos».

Un cuello recto y esplendoroso remontábanse en él desde la corbata negra a las orejas. Batían sus piernas los faldones de un chaqué, prenda incómoda en la región ecuatorial, que gravitaba sobre sus espaldas con la pesadumbre de una coraza, moteando sus sienes y bigote de perlas de sudor.