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Trabajaban con el gorro rojo calado sobre las orejas, y al menor alto en sus faenas se apresuraban á meter las manos en los bolsillos del capote.

Los alanos le asían de las orejas, los ventores de las patas traseras, los perneadores de donde podían, y no era posible ayudarlos. Las damas gemían al ver morir, uno a uno, a los hermosos lebreles amarillos y blancos.

Todos se miraban con hostilidad, como si se viesen diferentes á como eran antes... ¿Tendría, al fin, que juntarse el pueblo en masa para ahuyentar á golpes al oculto enemigo?... Iba pensando en esto, cuando su caballo se estremeció, deteniéndose con tal brusquedad que casi le hizo salir disparado por encima de sus orejas.

En él se realizó el milagro: de un huevo de paloma nació un águila; en el áspero huerto creció el lirio perfumador.... En una escuela de barrio, de la que contaba él que no podía olvidarse, porque a su maestro le debía que sus orejas estuvieran más separadas de la cara que lo regular, aprendió las primeras letras.

El primero que conocí por amo fué uno llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería: este tal Nicolás me enseñaba a y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de las orejas.

Algunos, montados en dos enormes ruedas, iban tirados por un asnillo de impacientes orejas, y guiados por mujeres de rostro duro y curtido, que llevaban el clásico sombrero borbonés, especie de esportilla de paja con dos cintas de terciopelo negro cruzadas por la copa: eran carros de lechera: en la zaga, una fila de cántaros de hojalata encerraba la mercancía.

En esto el gozque, alzando las orejas en ademán de inquietud, comenzó a murmurar mirando hacia un cabo de las tapias, y a la luz de cierta lámpara que ardía delante de una imagen apartada, se dibujó la negra sombra de un bulto que observaba el jardín y la reja, y que viendo ocupada la calle torció otro camino sin aguardar a ser alcanzado por los pasos diligentes, si bien silenciosos, de Cigarral.

El viento nos silbaba en las orejas, gotas de lluvia nos azotaban el rostro. Las dos mujeres se estrechaban en un abrazo mudo, como si ya no fueran a separarse nunca. Pero, en esto, el viejo, que ha cambiado de idea, llega ruidosamente, y detrás de él los criados, a quienes ha dado el alerta, con lámparas y bujías. Se echa sobre Yolanda y le frota las mejillas con sus mostachos.

Al comienzo de nuestras relaciones he visto á Lea en peinador de seda, con unos zafiros de veinte mil francos en las orejas, almorzando unos arenques en una mesa sin mantel, en un plato desportillado y con vino de champagne bebido en tazas de cocina. El orden, el decoro de la vida eran letra muerta para ella. Lo importante, lo que ella satisfacía ante todo, era su capricho.

El pobre fraile estaba sofocado, rojo hasta las orejas. Por él hubiera podido inventarse aquella frase con que se denota que á alguien le han dado una buena descompostura: tenía encarnadas las orejas como fraile en visita. Hasta su lengua, que por lo común estaba tan suelta, se le había trabado un poco y no atinaba á contestar.