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Actualizado: 5 de mayo de 2025
A un parroquiano como usted, de la aristocracia, no se le niega el hospedaje porque deba, un suponer, tres noches, cuatro noches... Plántese el buen Frasquito, con cien mil pares, y verá cómo la Bernarda agacha las orejas... Le da usted sus cuatro reales a cuenta, y... échese a dormir tranquilo en el camastro».
¿Habéis visto el ciervo, bergantes? preguntó imperiosamente un caballero de la escolta. Si lo habéis espantado y hecho desviar os cuesta las orejas. Pasó entre aquellos dos árboles, señaló Roger, y los perros le seguían de cerca.
Los cuellos almidonados de los hombres perdían la acorazada tersura de su planchado; se ondulaban como muros de porcelana próximos a resquebrajarse. De las orejas velludas colgaban perlas de sudor.
La Reina la salvó de estos apurillos, pagándole los atrasos de casa y ofreciéndole una habitación en los altos de Palacio, que la infeliz no vaciló en aceptar... «Me he metido en ese cuchitril por complacer a Su Majestad y estar cerca de ella, mientras me arreglan las piezas de la terraza... ¡Ay, qué posma de arquitecto!... Le voy a calentar las orejas...». Así se expresaba constantemente, y transcurrieron muchos meses sin que la ilustre viuda abandonara su choza provisional.
Había allí una parada de borricos de alquiler, que aguardaban pacíficamente, con las orejas gachas, a sus acostumbrados parroquianos, mientras los burreros y espoliques, sentados en el malecón, jugaban con sus varas, departían amigablemente, y picando con la uña un cigarro de a cuarto, abrumaban a ofrecimientos a los transeúntes.
Para remediar esta falta, usaba antiparras, que en el Brasil y en Portugal llaman cangalhas. Siempre las tenía prendidas en las orejas, y cuando no necesitaba de ellas para ver, se las apartaba de los ojos y se las levantaba apoyadas sobre la frente, lo cual no era nada bonito. Así es que Rafaela hizo que suprimiese las cangalhas y que, en lugar de ellas, gastase monóculo.
Algunos refieren la historia del paseo de coches diciendo que a cierto caballo inglés, hastiado de tanto ir y venir a la Castellana, acometido del spleen y en peligro inminente de suicidarse, se le puso un día entre las dos orejas el hollar los jardines privilegiados; insinúa su extravagante deseo al amo, le da algunas razones, y últimamente le persuade a que interponga su influencia para que de allí en adelante se extienda el privilegio de los bípedos a los caballos lucios y bien educados.
Aquellos movimientos fueron tan rápidos, y fue tanto el descuido de Tomás Cardoso, por no preverlos, que el caballo le botó de la silla y le apeó por las orejas, excitando el caído la risa de sus compañeros a pesar del asombro que el sobrehumano poder del viejo les había causado.
¡Cuidado! gritaron a un tiempo el patrón y la madre, como se dice siempre después que le ha pasado a uno cualquier contratiempo. Saqué el pie chorreando agua y no pude menos de soltar una interjección enérgica. La madre se turbó y se apresuró a preguntarme con semblante serio: ¿Se ha hecho usted daño? La hermanita del cutis transparente se puso colorada hasta las orejas.
Naturalmente que todos los que oyeron la pregunta y que no se habían formado ninguna imagen exacta del buhonero «sin aros», se lo representaron inmediatamente «con aros» en las orejas, más o menos grandes, según el caso. La imagen fue muy pronto tomada por un recuerdo vivo.
Palabra del Dia
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