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Ni con el mayor bienestar que con el sueldo de Sol en el colegio había entrado en la casa, se contentaba doña Andrea; y a veces se dio la gran injusticia de que aquella hermosura que ella tanto mimaba, y que desde la infancia de la niña cuidaba ella y favorecía, se la echase en cara como un pecado, que le llevó un día a prorrumpir en este curiosísimo despropósito, que a algunas personas pareció tan gracioso como cuerdo: «Si Manuel viviera, no serías tan hermosa». Enojábase, doña Andrea, cuando oía, allá por la hora en que Sol volvía con una criada anciana del colegio, la pisada atrevida del caballo de cierto caballero que ella muy especialmente aborrecía; y si Sol hubiese mostrado, que nunca lo mostró, deseos de ver la arrogante cabalgadura, fuera de una vez que se asomó sonriendo y no descontenta, a verla pasar detrás de sus persianas, es seguro que por allí hubieran encontrado salida las amarguras de doña Andrea, que miraba a aquel gallardísimo galán, a Pedro Real, como a abominable enemigo.

Cuando éste miraba por encima de ellas, abarcando con la vista el infinito, se reía de su soberbia de liliputienses. Entonces preguntó tímidamente el viejo manchador, señalando a la catedral , ¿qué es lo que nos enseñan ahí dentro? Nada contestó Gabriel. ¿Y qué somos nosotros los hombres? dijo el perrero. Nada. ¿Y los gobernantes, las leyes y las costumbres de la sociedad? preguntó el campanero.

Entonces tomé la cuesta muy corriendo; y por esa me ves algo agitada. ¿Te he hecho esperar, papá?... No, hija; esperar, precisamente esperar... no. Mientras Bermúdez respondía así, con aspecto y ademanes de extrañeza, Nieves, inquieta y nerviosa, le miraba... le miraba... como codiciando algo que no se atreviera a pedirle. ¿Me dejas darte un beso? le preguntó al fin.

Silas dirigió a su amigo una mirada de vivo reproche, diciéndole: William, desde hace nueve años que vivimos juntos, ¿me habéis oído nunca decir una mentira? Pero Dios me justificará. Mi hermano le dijo William , ¿cómo hubiera podido saber lo que habéis hecho en las celdas secretas de nuestro corazón, para darle a Satanás ventajas sobre vos? Silas miraba a su amigo.

Miraba yo aquella traza tan leve y tan frágil, la seguía comparándola y distinguiéndola de las que nosotros dejábamos, calculaba cuánto era posible que durase.

Batiste, sentado en una silleta de esparto en medio de la barraca, miraba con expresión estúpida el desfile de estas gentes que tanto lo habían maltratado. No las odiaba, pero tampoco sentía gratitud. De la crisis de la víspera había salido anonadado, y miraba todo esto con indiferencia, como si la barraca no le perteneciese ni el pobrecito que estaba en la cama fuese su hijo.

Y miraba a Maltrana con súbito rencor, cual si le irritase verlo rodeado de los lujos de un gran trasatlántico, mientras ellos, hombres ricos, habían ido a América sufriendo hambre en buques de vela. Un señor malhumorado el tal Manzanares, de esquelética delgadez y el bigote gris caído sobre las mandíbulas salientes. Sus ojos turbios sólo se animaban con los fulgores de la rabia.

Dormía, y cuando le despertaban miraba a todos con ojos vagos, volviendo a cerrarlos inmediatamente. ¿De veras que no se acordaba el señor?... Ya le preguntarían otra vez, cuando estuviese restablecido.

Lagarmitte estaba con ellos, pues no debía separarse del señor Juan Claudio en todo el día, para transmitir sus órdenes en caso de necesidad. A las siete de la mañana no se había notado aún movimiento alguno en el valle. De vez en cuando, el doctor Lorquin abría la hoja de una ventana de la sala grande y miraba: nada se movía; las hogueras se habían apagado; todo se hallaba en tranquilidad.

No ha venido el coche dijo aquélla Vamos a sentarnos un rato, que ya no tardará. Y se puso a hacer dibujos en la arena con el palo de la sombrilla. La vieja miraba al aire, como quien piensa en las musarañas.