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Actualizado: 28 de mayo de 2025
A lo mejor, el jefe de una legión nota el malestar de sus soldados. Se muestran melancólicos y pálidos, parece que sueñan despiertos, aspiran el aire como si les trajese perfumes y músicas. Esta epidemia militar es más frecuente en la primavera que en el resto del año. «Mañana, maniobras», ordena el jefe.
El choque de la vajilla hiere cruelmente los oídos y las escasas palabras que se cambian salen temblorosas y sin aliento de los labios. El espíritu protesta sordamente contra aquella brutal necesidad que el cuerpo le impone y que le obliga a detener para un acto tan miserable la expresión de su acerbo dolor y el curso de sus melancólicos pensamientos.
Pero ¡ay! no busquéis en los habitantes de Villaverde una alegría placentera, como pudierais esperarla, en harmonía con la naturaleza; no busquéis allí caracteres regocijados, espíritus afables y risueños. Villaverde es la ciudad de los espíritus desalentados y melancólicos; es la ciudad de las almas tristes. ¿Cosa del clima?
De buena estatura, bien tallada, de sedosa piel y con unos melancólicos ojos grises, tenía muy amables maneras y la sonrisa, de sus labios carnosos formaba en sus mejillas aquellos atrayentes hoyuelos que el pueblo llama «nidos de amor». Inteligente y de percepción pronta, hacía lo que quería del gordo Princetot, quien por completo entregado a su comercio de vinos, le dejaba gobernar la hospedería a su gusto, cosa que hacía ella a las mil maravillas.
Había también melancólicos laneros de Galicia, baharís de Mallorca, rubios tagarotes de Berbería; y no faltaban, por cierto, los ilustres gavilanes de Pedroche, que sólo se dignaban caminar sobre un paño de tinte vistoso. Los azores abundaban.
Se abrió ancho camino en la muchedumbre para dejar paso hasta el espacio descubierto á un carruajito de dos ruedas, en figura de concha, tirado por tres esclavos melancólicos que llevaban por toda vestidura un trapo en torno á sus vientres. Estas bestias humanas iban guiadas por una mujer, seca de cuerpo, con nariz aquilina, ojos imperiosos y un látigo en la diestra.
Mil pensamientos melancólicos se cernían sobre las cabezas de los tres, y aquella risueña habitación, esclarecida por la pura y brillante luz de la mañana, se poblaba a su despecho de silencio y tristeza. Cuando el señor de Elorza volvió a dirigir la palabra a Ricardo, se traslucía su emoción en la voz levemente ronca y temblorosa. ¿Y cómo has arreglado tu casa? ¿Despides a los criados?
Los músicos seguían cantando, pero con suspiros melancólicos, al abrigo de una esquina, para librarse de las ráfagas furiosas del mar. «¡Morir... morir per te!», gemía una voz de barítono entre arpas y violines... ¡Y ella llegó!
A este paraje apartado y romántico acuden todas las tardes los melancólicos fracasados de todos los ideales, los soñadores de las áureas apoteosis que han visto hundirse la leyenda de sus vidas en la bahorrina de la vulgaridad, en el vacío de un vivir abrumadoramente cotidiano.
Lo que despertaba sobre todo el pobre Breal eran los ardientes recuerdos que la joven hubiera querido adormecer para siempre; las locas carreras por el polvoriento camino al galope del fogoso poney, los chasquidos del látigo del cochero improvisado mezclados con los gritos de susto de la de Raynal, los regresos melancólicos en las primeras sombras del crepúsculo que borraban el paisaje y echaban en las olas como un velo de viuda, el estrépito de la feria de Breal, el acento zalamero de la aldeana: ¡Un corderito para la señora!
Palabra del Dia
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